
Me habían dicho que ocurría así, con la lentitud imperceptible con la que sucumben los imperios, con esa especie de inmaterialidad lacerante con la que se desdibuja la memoria, igual que se desliza un caracol, como una carrera de cien metros entre Falete y Lalachus. Me lo habían dicho y yo me lo creía, por supuesto, sin prestarle la menor atención. Porque creer en los bárbaros que habitan al otro lado del mar en un mundo que aún no ha inventado los barcos no exige demasiado. Y asumir que todo llega y que la realidad golpeará, quién sabe cuándo, es como vivir eternamente en ese primer día de la infancia en vacaciones, aquella primera mañana en la que el 1 de septiembre no era más que una divertida teoría conspiranoica y el cuadernillo de verano la dulce obligación diaria que se podía, no, que se debía dejar olvidada en el cajón. La gran tragedia del futuro es que nunca llega. Lo que llega es el presente. Y suele hacerlo con una rotundidad que es imposible de esquivar.
Así que lo que ocurre es que uno un día se levanta y camina al baño, somnoliento. Y entre la grava de legañas, ante el espejo, alcanza a vislumbrar algo parecido a un pequeño claro en un bosque capilar que ayer estaba tupidísimo. Y emite quejidos de princesa mientras se restriega los párpados porque no se atreve a volver a mirar, no puede hacerlo, al tiempo que se repite en alto que todo es un mal sueño, que en algún momento sonará la alarma y despertará otra vez con veinte años, cuando la única alopecia peligrosa era la del calvo de Transporter 2.
Por supuesto, no es un camino desconocido. Uno ha vivido lo suficiente y ha visto a amigos recorrerlo de forma prematura antes. Pero siempre los percibió como sacrificios necesarios que el azar le ofrecía a Dios para apaciguar su ira y que el resto de mortales no tuviésemos que preocuparnos nunca. Los no te vas a creer lo que le ha pasado al tío del amigo de tu prima. Las típicas desgracias que les ocurren siempre a otros en los aledaños de la vida, vamos, para que uno pueda aprender sin ensuciarse. Hoy, sin embargo, los llamaría a todos y les ofrecería abrazos. Fundaría una asociación de perjudicados con la que demandar a Pantene por calvofobia, aprovechando quizás los últimos arreones del desvarío woke. Quedaría con ellos en bares lúgubres donde ahogar las penas y les diría que ahora sí que los entiendo. Y que no lo siento. Pues es imposible comprender del todo a Santo Tomás si no has metido, como él, los dedos en las llagas del Señor.
Con la decadencia ocurre que el proceso es lento y que eso es lo que lo hace verdaderamente desbordante. Uno no entra un día en un ascensor con el matojo de Valderrama y sale de él sintiendo la azotea más endeble que la casa de paja de los tres cerditos. Por eso cuando repara de improviso en que, de pronto, cualquier brisilla de verano es extrarrefrescante, comprende con una profundidad intransferible la derrota inesquivable de la civilización. Observa el tiempo como un reloj que se derrite. Y, lo que es peor, repara en que jamás dejó de serlo. Ni siquiera en aquellos tiempos en los que ocaso era sólo una compañía de seguros. Que, al cabo, necesitarían los demás.
