
Cincuenta años han pasado desde que Pier Paolo Pasolini fuera brutalmente asesinado en Roma. Pier Paolo Pasolini era ateo y rezaba en friulano con su madre. Era marxista y lloraba ante la Virgen de los pobres. Era comunista y votó democristiano para frenar el aborto. Amaba a Jesús y maldecía a los curas que lo vendieron al poder. ¿Lo mató un chapero, una banda de homófobos, la Mafia, la Democracia Cristiana? Entre todos lo mataron y su cabeza asesinada tenía aura de emperador romano, de torero sevillano, de guardia civil palentino.
Amaba a las mujeres con una devoción imposible y huía de ellas dedicándoles películas imposibles y versos obscenos. Era homosexual y escribía cartas de amor a muchachas muertas. Defendía al pueblo y lo filmaba desnudo, sucio, sagrado, como si fueran cristos de suburbio. Admiraba la pureza y se revolcaba en el barro de Ostia. Escribía poemas como un ángel y dirigía películas como un demonio. Era burgués de día, con corbata y clases de gramática en escuelas caras, y lumpenproletario de noche, pagando a chicos sin nombre en las afueras de Roma.
