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Trump contra Harvard

La solución no radica en medidas punitivas como el recorte de fondos, sino en estrategias que promuevan el diálogo, la educación y la diversidad intelectual.

La solución no radica en medidas punitivas como el recorte de fondos, sino en estrategias que promuevan el diálogo, la educación y la diversidad intelectual.
EP

Que Trump casi siempre se equivoque no implica que alguna vez no acierte. Además de sus campañas disparatadas, de los aranceles a Rusia, también hay una acción tan discutida como la desfinanciación de las universidades que no eliminen sus políticas racistas de admisión, la costumbre de mirar hacia otro lado con las campañas de odio hacia los judíos y el brutal acoso al que se ven sometidos los académicos que no se prestan a entrar por el aro de lo políticamente correcto que dictamina el núcleo irradiador izquierdista.

La inquina racionalmente motivada de Trump hacia Harvard empezó en 2019, cuando Hayden Williams se encontraba en la Universidad de Berkeley. Williams, un representante del Leadership Institute que colaboraba con el grupo conservador Turning Point USA, estaba promoviendo su organización y exhibiendo un cartel que decía "Los engaños de crímenes de odio perjudican a las víctimas reales". Dos hombres se acercaron a su mesa, iniciaron una discusión y uno de ellos agredió a Williams, que fue invitado por Trump a hablar ante la Conservative Political Action Conference. El entonces presidente lo elogió y le sugirió que demandara a la universidad. Este incidente es un ejemplo de la intolerancia que se respira hacia los conservadores en los campus universitarios, pero muchos estudiantes y las universidades excusaron y minimizaron el ataque. Algo similar a lo que pasa con los profesores y estudiantes españoles y democráticos que osan cuestionar la dictadura nacionalista en Cataluña, y que son sistemáticamente agredidos y rutinariamente silenciados por la turbamulta de estudiantes nacional-socialistas de Puigdemont y Sánchez ante la mirada entre indiferente y cómplice de las autoridades académicas.

Pero volvamos a los EE.UU. En los últimos años, las universidades de élite como Harvard han sido objeto de críticas por la creciente hegemonía ideológica de extrema izquierda, intensificada por las protestas pro-palestinas que desde 2023 han fomentado una retórica antisemita y una censura a cualquiera que se separe un milímetro del guion contra Israel.

Sin embargo, las raíces de esta deriva sectaria de las universidades norteamericanas viene de la filosofía europea. La academia y gran parte de los medios han sido tomados por Antonio Gramsci y Herbert Marcuse, que justificaron la mentira y la violencia contra aquellos que no se plegasen a los dogmas culturales del marxismo. Estas actitudes censoras en la academia, cuyo catecismo se encuentra en el texto de Marcuse sobre la "tolerancia represiva", se redefinieron orwellianamente como "regulación del discurso de odio" con un impacto decisivo en la libertad de expresión que se respira en gran parte de la academia.

Antonio Gramsci, con su concepto de hegemonía cultural, propuso que la izquierda debía conquistar las instituciones culturales, como las universidades, para moldear el "sentido común" de la sociedad. Desde los años 1960, esta idea se ha filtrado en la academia estadounidense, donde los departamentos de humanidades y ciencias sociales han adoptado perspectivas críticas que han puesto en solfa las estructuras de la ciencia, fomentando el relativismo social y el nihilismo epistemológico, y la democracia liberal, asaltando el poder judicial y convirtiendo a los periodistas en activistas de extrema izquierda. Por otro lado, Herbert Marcuse, con la mencionada noción de "tolerancia represiva", argumentó que la verdadera justicia social requiere ser intolerante hacia discursos que supuestamente perpetúen la opresión, una idea que ha justificado la censura de ideas conservadoras y científicas en los campus, lo que ha permitido promover la delirante ideología de género, negacionista de la biología, y la caza de brujas antisemita con perspectiva de Hamás.

Estos conceptos han creado un marco teórico para la hegemonía "progresista" en las universidades. Por ejemplo, un estudio de 2018 de la Higher Education Research Institute encontró que el 60% de los profesores universitarios se identifican como socialistas, con ratios aún más desequilibrados en humanidades, lo que muestra una dominación ideológica que se alinea con la visión gramsciana de controlar las instituciones culturales.

Además de Gramsci y Marcuse, otros filósofos izquierdistas han influido en las actitudes censoras en la academia, particularmente en el debate sobre el discurso de odio. Judith Butler, en su obra Excitable Speech (en español: Lenguaje, poder e identidad), argumenta que lo que denomina "discurso de odio" (básicamente, cualquier discurso que no es de extrema izquierda) es un acto performativo que subordina a grupos marginados, justificando su regulación (es decir, su censura). Rae Langton, utilizando la teoría de los actos de habla, sostiene que ciertos discursos silencian a sus objetivos, como en su artículo "Speech Acts and Unspeakable Acts". Jeremy Waldron, en The Harm in Hate Speech, aboga por prohibir el discurso de odio para proteger la igualdad social, enfatizando que socava el estatus de las minorías.

Otros pensadores, como Mary Kate McGowan y Katharine Gelber, han complementado estas ideas. McGowan, en "Oppressive Speech" (2009), argumenta que el discurso de odio constituye una forma de discriminación verbal, mientras que Gelber, en Speaking Back (2012), propone un contradiscurso apoyado dentro de un marco de justicia social. Estas teorías han proporcionado una base intelectual para que las universidades implementen políticas que restrinjan ciertos tipos de expresión, a menudo bajo el pretexto de proteger a grupos vulnerables. En suma, nuevos ropajes posmodernos para la tradicional inquisición totalitaria de izquierdas.

La influencia de estos pensadores se refleja en varios indicadores de sesgo ideológico en la academia. Por ejemplo, las protestas contra oradores conservadores, como Charles Murray en Middlebury College (2017) y Milo Yiannopoulos en UC Berkeley (2017), muestran cómo los estudiantes, influenciados por estas ideas, han intentado silenciar perspectivas que consideran opresivas. En el caso de Murray, los manifestantes justificaron su censura alegando que sus escritos sobre raza e inteligencia eran racistas, un "razonamiento" que conecta con la tolerancia represiva de Marcuse y las ideas de Butler sobre el discurso subordinante.

Además, las políticas de "discurso de odio" en los campus han llevado a la autocensura de profesores y estudiantes conservadores. Una encuesta de 2020 de la Foundation for Individual Rights and Expression (FIRE) reveló que el 66% de los estudiantes consideran aceptable interrumpir a oradores con los que no están de acuerdo, lo que indica un ambiente donde las ideas disidentes enfrentan resistencia significativa.

Las protestas pro-palestinas de 2023 han intensificado las críticas hacia las universidades de élite. Durante una audiencia del Congreso en diciembre de 2023, las presidentas de Harvard, MIT y Penn no condenaron claramente los llamados al genocidio de judíos, mostrando no solo la tolerancia hacia el antisemitismo de estas instituciones, sino su aplauso implícito. Este incidente demuestra que las universidades priorizan ciertas causas "progresistas" mientras restringen otras perspectivas.

Algunos intelectuales intocables por su posición, de Chomsky a Pinker, han criticado esta caza de brujas izquierdista que algunos sufrieron en sus carnes, como el economista Larry Summer. Sin embargo, cabe objetarles que no fueron ni lo suficientemente exigentes en sus reclamaciones intrauniversitarias, ni lo necesariamente duros en sus críticas en el ámbito público.

La lucha contra el denominado "discurso de odio" ha sido usado por la izquierda gramsciana y marcuseana para amenazar la libertad de expresión, capturando las universidades por una ideología de extrema izquierda que silencia la disidencia.

De ahí que en Harvard, por ejemplo, la administración Trump haya amenazado con retirar fondos federales, argumentando, con razón, que la universidad no protege a los estudiantes judíos y está demasiado inmersa en el sectarismo "progresista". Sin embargo, las medidas de Trump repercutiría en cortar fondos para investigación médica, por lo que terminarían pagando justos por pecadores.

En lugar de recortar fondos, y con la espada de Damocles de la desfinanciación, Trump podría influir poderosamente en las universidades para que adopten estrategias que promuevan el diálogo y la tolerancia sin sacrificar la libertad de expresión, obligándolas a fortalecer la seguridad en los campus durante eventos controvertidos. Por supuesto, expulsar de la universidad a los violentos, deportándoles del país en el caso de que sean extranjeros. Estas medidas, a diferencia de las sanciones financieras, buscan soluciones a largo plazo que preserven la autonomía universitaria y fomenten un ambiente crítico, ilustrado y civilizado, en el cual la libertad académica sea protegida frente a envenenadores ideológicos como Gramsci y represores de la disidencia como Marcuse.

Aunque Trump tiene razón en que existe una captura ideológica de universidades como Harvard por la izquierda filosófica, lo que ha contribuido a un ambiente tóxico en cuanto intolerante hacia todo lo que no emana de la izquierda académica, que ha convertido a Harvard y similares en un cruce entre la Universidad de Hamás, Moscú y Copacabana, la solución no radica en medidas punitivas como el recorte de fondos, sino en estrategias que promuevan el diálogo, la educación y la diversidad intelectual, asegurando que las universidades sigan siendo espacios de debate abierto y no campos de batalla ideológicos.

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