
¿Existen criterios para decidir qué está bien y qué está mal, qué es lo verdadero y lo falso, qué es válido y qué no lo es? El desastre actual en todos los órdenes —con gente presuntamente educada que no sabe definir qué es una mujer, la censura creciente a izquierda y derecha, por no hablar de Donald Trump y Pedro Sánchez, nihilistas al poder— viene de que se ha impuesto en buena parte de la academia y del populacho que la verdad no existe, el bien y el mal son relativos y, ya puestos, que el único pensamiento bueno es el incorrecto. En estos tiempos, donde triunfan pensadores que alentaron la irracionalidad, la mentira y el fraude envueltos en la oscuridad y la jerga, de Foucault a Derrida, pasando por Richard Rorty y llegando a Judith Butler, también hubo algunos que resistieron los cantos de sirena de la posmodernidad. Lamentablemente, uno de nuestros campeones de la Ilustración contemporánea, uno que se enfrentó con lucidez y coraje a la tribu de los impostores, John Searle, ha muerto.
Norteamericano educado en Oxford, lo mejor que aprendió junto a leyendas como John Austin, el filósofo del lenguaje ordinario, o Isaiah Berlin, el filósofo liberal, fue un criterio que combina la ética con la epistemología: "La convicción de que uno nunca debe decir nada que sea obviamente falso". Un lema revolucionario en estos tiempos de impostura y mentira convertidos en una de las artes infames. Su mejor tutor (en Oxford, más que profesores que dan clase, hay tutores que discuten ensayos de los alumnos) fue Peter Strawson, que le machacaba los ensayos con la mejor de las intenciones: que aprendiese a pensar por sí mismo. Dicho mantra ético-epistemológico tenía una traslación ontológica: el respeto puro por los hechos que sentía Searle. Recordemos que, para Arendt, la esencia del totalitarismo consistía precisamente en negar la misma existencia de los hechos, algo en lo que basan su reinado de la mentira tanto Trump como Sánchez.

Después del segundo Wittgenstein, la filosofía analítica fue predominantemente filosofía del lenguaje. En ese contexto, la primera obra de Searle fue Actos de habla, un libro eminentemente teórico, pero que también tuvo una consecuencia práctica: Searle fue, además, un campeón de la libertad de expresión, formando parte del Free Speech Movement. El problema con el que se encontró liderando la revolución estudiantil en Berkeley no fue tanto con las autoridades académicas, sino con sus camaradas de "revolución", que pretendían dejar como un erial la universidad. Por la misma época en la que Habermas llamó a la policía para desalojar su Escuela de Frankfurt de alumnos díscolos y alumnas entopless, Searle también llamó a la policía para que detuviesen a diez alumnos por extralimitarse. Los alumnos eran amigos suyos y de su entorno recibió amenazas de muerte. Es como aquello de Aristóteles: era amigo de Platón, pero todavía más amigo de la verdad. O como el padre del asesino de Charlie Kirk, que primero entrega a su hijo a la policía, luego le dona la recompensa de un millón de dólares a la familia de Kirk y, finalmente, sospecho, cogerá la mano de su hijo en los momentos finales de su vida antes de que le inyecten la dosis letal o como sea la ejecución fatal en el estado de Utah.
La derecha es idiota
En una entrevista en Los Angeles Times en 1989, declaró que la diferencia entre la derecha y la izquierda es que la primera es idiota, mientras que la segunda es malvada. Yo diría que ambas son idiotas y malvadas, aunque la derecha es más todavía más idiota que malvada, mientras que la izquierda altera el orden de los factores. Searle se inscribía en la tradición liberal de la democracia constitucional, a años luz de los conservadores al estilo de Nixon y McCarthy y en un universo diferente al de los habituales estudiantes revolucionarios al estilo marxista, que chapotean en la sangre de sus revoluciones jacobinas. Pero Searle no se mantuvo en una torre de marfil, sino que luchó contra los hunos y los otros, consiguiendo que hubiese una reforma en Berkeley, pero no una revolución destructiva con aires románticos como sí sucedió en París. Toda esta historia sobre cómo pasar de ser un revolucionario a un contrarrevolucionario la cuenta en The Campus War, una guerra que seguimos viviendo hoy día gracias al movimiento "woke" de iluminados de la ultraizquierda nihilista, con perspectiva de género e interseccional, devota de Judith Butler y enemiga de la ortografía, el mérito y la excelencia académica. Searle fue de los pocos que se atrevió a hablar del racismo contra los blancos que empezó a propagarse en la universidad norteamericana a lomos de la discriminación positiva (allí se llama, orwellianamente, affirmative action). En suma, se opuso a sustituir la filosofía por la política y la excelencia académica por el activismo sectario. Estamos en esa guerra.

Hablando de filosofía, Searle es uno de los grandes referentes de la filosofía contemporánea, sobre todo en filosofía del lenguaje y filosofía de la mente, claves para el desarrollo de la IA, sobre la que Searle era escéptico respecto a que pudiese ser genuinamente inteligente, es decir, que esos aparatos con tantos cables pudiesen alguna vez tener una mente. Para ello propuso uno de los experimentos mentales más famosos de la historia de la filosofía: el de la habitación china. Imagine una persona que no habla chino encerrada en una habitación. Esta persona tiene un manual detallado con reglas que indican cómo manipular símbolos chinos (caracteres) para responder preguntas escritas en chino. Alguien fuera de la habitación envía preguntas en chino y la persona dentro, siguiendo las reglas del manual, produce respuestas en chino que son correctas y parecen naturales. Desde afuera, parece que la persona dentro de la habitación entiende chino, ya que sus respuestas son coherentes. Sin embargo, la persona no comprende el chino en absoluto; solo sigue instrucciones mecánicas para manipular símbolos.
Pues bien, básicamente ese tipo que "habla chino" sin entender ni papa del chino es ChatGPT y demás loros estocásticos que, de manera sobrevalorada, se tildan de "inteligencia artificial". Searle argumentaba que la manipulación de símbolos, por más sofisticada que sea, no equivale a comprensión ni a intencionalidad, conceptos fundamentales para una mente consciente. Este experimento mental no solo desafió las pretensiones de la inteligencia artificial fuerte, sino que también sirvió como una crítica a la superficialidad de ciertos enfoques tecnológicos que confunden la simulación de inteligencia con la inteligencia misma. En un mundo donde los sistemas de IA son cada vez más omnipresentes, la advertencia de Searle sigue siendo relevante: la tecnología puede imitar, pero no necesariamente comprender.
La muerte de Searle no solo marca la pérdida de un gigante de la filosofía, sino también de un defensor incansable de la razón, la verdad y la libertad. En un tiempo donde la posverdad y el relativismo amenazan con erosionar los fundamentos de nuestra civilización, su legado nos recuerda la importancia de aferrarnos a los hechos y a la claridad del pensamiento. Searle no solo nos dejó herramientas para entender mejor el lenguaje y la mente, sino también un ejemplo de cómo enfrentar las modas intelectuales y las derivas ideológicas con valentía y rigor. Su lucha contra la impostura, tanto en la academia como en la sociedad, sigue siendo un faro para quienes creemos que la verdad, aunque a veces incómoda, es el único camino hacia una sociedad libre y justa.
