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Vamos a necesitar un barco más grande: 'Tiburón'

Tiburón, la película que lo cambió todo, cumple 40 años, y para no olvidarnos nunca de ella le damos un mordisco bien fuerte.

Existen muchas posibilidades de que yo escriba algo de Tiburón, que cumple ahora 40 añitos, y no les cuente nada nuevo. También estoy casi seguro que todo lo que les transmita aquí va a caer en el tópico (meterse en el agua ya nunca fue lo mismo, taran-taran-taran-tatata, "vamos a necesitar un barco más grande"....) y a lo mejor hasta me enfrento a la posibilidad de que, francamente querida, les importe un huevo. Eso por no mencionar las chapas personales: cuando el BETA de esta película se materializó en ese quinto piso de dos habitaciones de Aluche, directamente alquilada desde el videoclub, probablemente mi vida cambió casi tanto como aquel otro terrible domingo un par de años después, con los Invasores de Marte de Tobe Hooper... blablabla.

Vale, creo que no hay manera: en esta ocasión tengo que ponerme un poco (más) personal. Papá ¿qué esta cosa llena de dientes que atrapa a una mujer desnuda (¡desnuda!), y con esas letras rojas que parecen aplastarlo todo?

Cuánto ha debido pasar para que la película de Steven Spielberg encaje ya en el paradigma de clásico, con las nuevas generaciones entregadas a sus propios juguetes, y por tanto en riesgo de ser olvidada. Tiburón ya es, en cierto modo, una camiseta que distingue a una generación-ya-no-tan-nueva, el emblema de una especie de cinéfilo que, cosas que pasan, nunca ha acabado de tomar del todo el relevo de las anteriores, o si lo ha hecho ha sido en reductos digitales de distinta enjundia. Algunos nos llaman friquis, calificación que abrazo con gusto para a continuación distinguir siempre cierto menosprecio. Pero esperen, que me estoy saliendo del tiesto. Hablábamos de la película que ha definido mi idea del cine como arte y entretenimiento, el trauma que ha forjado mi mente, mis principios y prejuicios en una sala oscura. Y a lo mejor, fuera.

¿Qué significa la película que pese a iniciar el fenómeno del blockbuster de verano, del mega-éxito de taquilla a nivel mundial, ahora está ella misma -por su elegancia y emoción- en vías de extinción? El informe de daños es difícil de calcular: Tiburón, la película que generó tantas secuelas y copias baratas que podías acomodar tranquilamente tu infancia en comparaciones y recuentos de víctimas. Tiburón, la película que estaba destinada a fracasar (no se pierdan el documental The Shark is not working) debido a la rebelde marioneta hidráulica que se resistía a funcionar. Tiburón, la película que se convirtió en un fenómeno cultural y dio el primer mordisco a lo que estaba por llegar, allanando el camino a otra película con premisa de serie B que nadie quería hacer y que se tituló -a lo mejor les suena- Star Wars.

Bruce, como bautizaron al inoperante bicho mecánico durante el rodaje, ha significado de todo según quien abordase el estudio. El comunismo, el capitalismo, el Watergate, el inmovilismo social... El hombre contra la naturaleza, el monstruo contra el hombre. También hay quien le acusa de todos los males del Séptimo Arte: la película redirigió los intereses del Hollywood contestatario de los 60 y 70 hacia el cine de aventuras de un solo coletazo. Y eso que aún quedaban en ella retazos de crítica: el triunfo de Brody contra el escualo es también el de la clase media contra el cinismo de los políticos (si hubieran cerrado las malditas playas, el pequeño Alex Kintner seguiría vivo), y sobre todo de Brody (Roy Scheider), un hombre normal pero también distinto. Son todas ellas demostraciones de su capacidad de fijarse en la mente del público, de su maravillosa ambigüedad.

Para contar algo nuevo de Tiburón, voy a enumerar lo que me viene a la mente cuando pienso en ella: es la música de John Williams que todavía escucho (me gusta más el score de la segunda entrega, la dirigida por Jeannot Szwarc); es la terrible cabeza triangular apareciendo por primera vez pasada la mitad de la película; es la sensación de pavor que me invade, como hombre adulto, cada vez que meto sólo un dedo del pie en la piscina. Es su valioso compendio de lo que quieres ver en un cine: la convivencia y humanidad de tres tipos humanos muy distintos, la tragedia (la cruel muerte de Alex Kintner), el susto (la cabeza de Ben Gardner), la épica ("Sonríe, hijo de pu...") y el terror más abstracto (el relato de la masacre del Indianapolis, contado por Robert Shaw y de autoría tan debatida). Ese extraño sonido de ballena que acompañaba la muerte del escualo. Es el inicio de la temporada de verano. Es pensar en una época en la que internet no era la solución y causa de todos los males, y encontrar tu película todavía requería de un poco de valor, paciencia y búsqueda...

Y la infinita admiración que me produce su director, Steven Spielberg, que logró hacer de la necesidad, virtud, y transformar un fracaso anunciado en la mayor cambio al que se ha enfrentado el cine de estudio en décadas, haciendo partícipe al espectador. Pocas veces la frase más famosa de una película ha significado tanto: desde entonces, tanto Hollywood como nosotros hemos necesitado un barco más grande todos los años. ¿Y saben qué? Me parece que como el maltrecho Orca no hay ninguno.

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