Una de las preguntas recurrentes que se les suele hacer a los supervivientes del Milagro de los Andes es cuánto tiempo tardaron en sentirse dispuestos para comenzar a hablar del tema. Es una pregunta interesante. Cada uno procesa las desgracias a su ritmo y por eso yo, que lo más traumático que he vivido en mi vida fue tener que madrugar un domingo en 2015, esperé algo así como un mes para sentarme a ver la película y todavía dos semanas más antes de atreverme a escribir de ella. El proceso fue largo y perezoso, e igual de intenso que como imagino que tuvieron que preparar sus papeles los actores que la protagonizan. De ahí que en lo primero en que pensase nada más aparecer el logo de Netflix fuese precisamente en eso, es decir, en que quizá lo que define una tragedia es que los únicos con tiempo para enfrentarse a ella son quienes nunca la han tenido que sufrir.
Los viajeros que sobrevivieron al accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya desde luego no tuvieron tiempo. Un segundo estaban sentados en sus asientos y al otro se encontraban en la profundidad de los Andes teniendo que hacer frente a la más siniestra de las desgracias, que es aquella que no te deja ni llorar a tus muertos si no quieres que tus vivos tengan que llorarte también a ti. Ahora que lo pienso, tal vez eso defina todavía mejor lo que supone una tragedia: el momento ambiguo en el que uno ya no sabe si necesita salvarse por sí mismo o por los demás.
Recientemente, preguntado por el actor que lo interpreta, Roberto Canessa explicó cómo funciona el mecanismo que le impidió rendirse durante 72 días de frío extremo, hambre, avalanchas, canibalismo y desnutrición. Diez de esos días los pasó atravesando la cordillera junto a Nando Parrado, que tuvo que volver de un coma y de la pérdida de su madre y de su hermana antes de ponerse a caminar. "Si tienes un porqué fuerte, sólo la muerte te detiene". A mí siempre me ha interesado el porqué de ese porqué. Desde pequeño me he preguntado qué azarosa conexión neuronal permite que uno pueda abandonarse a una resolución tan simple como sobrevivir. Y que a partir de ahí no importe nada de lo que acontezca, pues la decisión ya fue tomada hace demasiado tiempo como para arrepentirse y echarse atrás.
En todas las entrevistas que se les han hecho desde 1973, quienes regresaron de aquella montaña suelen terminar revoloteando alrededor exactamente de esa idea. Inciden en ella toscamente, como si quisiesen describirle el color azul a un ciego, y terminan claudicando y repitiendo las mismas frases cantarinas, preñadas de significado pero imposibles de desentrañar. "Nosotros estábamos muertos, pero caminábamos", dice en una de ellas Parrado. No es posible saber qué significa eso si no se ha estado muerto y, aun así, se ha caminado. Pero lo único que conocemos es que en aquellas circunstancias inefables hubo algunos que se fueron apagando y otros que se mantuvieron firmes por la sencilla y misteriosa razón de que lo decidieron así. Cómo entenderlo. En lo que absolutamente todos coinciden es en que lo que los animaba a seguir en los momentos de mayor flaqueza era la necesidad última de evitarle el sufrimiento a quienes los estaban esperando en Uruguay. Por eso, de ahora en adelante, si llego a cruzar el paso con un muerto no me preguntaré por qué camina, sino por quién.