
Robert Redford ha fallecido a los 89 años en su casa de Utah, dejando tras de sí una huella imborrable: más que un actor, fue la encarnación de una belleza noble, una presencia serena, lúcida, equilibrada, que trasciende la mera interpretación para convertirse en una presencia viva. Era la encarnación viva del Hollywood dorado, con su flequillo rubio, sus ojos azules y, sobre todo, un aire de honestidad y un aura de nobleza que lo rodeaban como si fuese un Jedi en ese vertedero tenebroso y tóxico que suele ser la meca californiana del cine.
Redford no solo fue uno de los rostros más bellos y magnéticos del cine, sino que esa belleza física iba acompañada por una nobleza interior perceptible, una especie de "luz" que irradiaba serenidad y equilibrio. Meryl Streep, hablando sobre su célebre escena juntos en Memorias de África cuando le lavaba el cabello en mitad de la sabana, confesó que Redford era "tan bello como el sol", capaz de transmitir delicadeza, amor y contención en el gesto más cotidiano. Su magnetismo nunca fue simple seducción ni arrogancia, sino la expresión de una ética personal y un profundo sentido de humanidad.
Quijote con los pies en el suelo
Redford no podía reducirse al tópico del eterno galán. Su "presencia" ante la cámara suponía mucho más que actuar; bastaba su mirada o un silencio para imponer verdad y profundidad al personaje. Quienes rodaron con él cuentan que iluminaba cualquier escena incluso antes de hablar, y que ayudó —con su visión y compromiso— a cambiar el lugar del actor en el sistema hollywoodense, abriendo caminos para el cine independiente y la denuncia social.
Quizás su característica más peculiar era que su belleza física y moral se transmitía a aquellos con los que trabajaba, ya fuese Jane Fonda en La jauría humana, Meryl Streep en Memorias de África, Barbra Streisand en Tal como éramos, Dustin Hoffman en Todos los hombres del presidente, Paul Newman en El golpe y Dos hombres y un destino y Brad Pitt en Spy game, una síntesis de toda su obra, donde su presencia, minimalismo interpretativo y gravedad moral le hubiesen hecho en un favorito de Robert Bresson. Una de sus facetas más destacadas es la de Quijote con los pies en el suelo, como en Brubaker, una película carcelaria estadounidense dirigida por Stuart Rosenberg en la que Robert Redford era un nuevo director de prisión que intenta limpiar un sistema penitenciario corrupto y violento o en El candidato, un honesto e ingenuo político que cae en el aparato propagandístico de las campañas políticas.
Redford, además de su exitosa carrera como actor, dirigió varias películas, tan discretas, en el buen sentido de la palabra, como él mismo. Su debut como director fue con Gente corriente, un drama familiar sobre el duelo y las tensiones en una familia tras la muerte de un hijo, que ganó cuatro Oscars, incluyendo Mejor Película y Mejor Director para Redford. También dirigió El río de la vida, Quiz Show y El hombre que susurraba a los caballos, una historia de sanación emocional centrada en un hombre que ayuda a una familia y a un caballo tras un accidente traumático. Como en el resto de ocasiones, Redford daba la impresión de no interpretar, sino de dejar aflorar su propia personalidad. Nadie mejor que él para empatizar con un noble bruto.
Si bien su vida fue tocada por el dolor, Redford siempre cultivó el equilibrio y la serenidad. Nunca renegó de la fama, pero tampoco se dejó devorar por ella, eligiendo siempre la dignidad y el silencio con elegancia y dignidad. A diferencia de tantas luminarias hollywoodenses, su conciencia social y su compromiso político se manifestó de la manea adecuada, con una conducta ejemplar en lugar de declaraciones ostentosas e impostadas. Sabía que había un tiempo para la interpretación y un tiempo para el activismo, siendo lo suficientemente lúcido y valiente para no mezclarlos. Redford, que fundó el Sundance Institute para la promoción del cine independiente y alentó a generación tras generación de cineastas, deja un legado que no se deja confinar a sus películas: su auténtica nobleza era su forma de estar en el mundo, su mirada lúcida, equilibrada, luminosa. Era y es más que un tipo guapo: un símbolo de integridad, belleza y humanidad. Hoy, la belleza noble de Redford —serena, sin estridencias— pertenece ya por derecho propio al mito universal del cine, recordándonos la clásica aspiración a que la Belleza se iguale al Bien y este, a la Verdad.
