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Jesús Laínz

Gratos recuerdos del 34

Qué espectáculo dieron los nacionalistas catalanes en aquel año. Qué espectáculo.

Érase una vez un extraño país en el que la derecha ganó las elecciones pero la izquierda decretó que no debía gobernar. Érase una vez un ganador de las elecciones que renunció a gobernar. Y érase una vez unos dirigentes izquierdistas que, aliados con los separatistas catalanes, quisieron acabar con la Constitución que ellos mismos habían promulgado. Aunque parezca mentira, aquella derecha no se llamaba Partido Popular, sino la CEDA. Aquel ganador renunciante no se llamaba Rajoy, sino Gil Robles. Aquella Constitución que entonces tocó superar no era la de 1978, sino la de 1931. Aquel dirigente separatista que pretendió aprovechar las circunstancias para romper amarras con España no se llamaba Artur Mas, sino Lluís Companys. Y aquel año no era 2016, sino 1934. Lo único inamovible de todo el asunto es que el partido izquierdista que se negó a aceptar que hubiera ganado la derecha, que violó la Constitución y que no tuvo inconveniente en aliarse con los separatistas catalanes fue, ayer con Prieto y Largo Caballero igual que hoy con Sánchez, el PSOE. El eterno retorno de lo idéntico.

Pero no nos pongamos trágicos y olvidemos por hoy, aunque ciertamente sea mucho olvidar, el asesinato de la República a manos de la alianza izquierdo-separatista, como reconoció el presidente republicano en el exilio, Claudio Sánchez Albornoz; olvidemos la posterior burla a la ley mediante la excarcelación de los culpables que el Frente Popular decretó al día siguiente de su triunfo en las muy irregulares elecciones de febrero de 1936; y olvidemos también los dos mil muertos que quedaron por el camino, sobre todo en Asturias.

Porque, ¿para qué fruncir el ceño con asuntos tan graves teniendo a mano un buen puñado de ellos bastante más amables? Vayamos, pues, a una Cataluña en la que, en aquel añorado 1934, pudieron disfrutar de momentos dignos de Wodehouse. Pero antes de empezar hemos de recordar lo que ya tres años antes había señalado Francesc Cambó sobre la arrancada de Macià declarando la "República Catalana com Estat integrant de la Federació Ibèrica" el mismo 14 de abril:

Es deplorable comprobar, desde el advenimiento de la República, la formidable superioridad de los castellanos, en materia de sentido político, en relación con los catalanes. Las jornadas grotescamente vergonzosas que vivió Barcelona señalan un caso de catetismo colectivo como pocos ha habido en la historia. ¡Y pensar que la inmensa mayoría de nuestros amigos se enternecían y entusiasmaban con las escenas carnavalescas de la República Catalana, que nos han merecido el menosprecio y la animadversión de la mayoría de los españoles no catalanes!

Empecemos, pues, por el máximo responsable del carnaval de tres años después, un Lluís Companys que, en principio dudoso ante el entusiasmo golpista de sus camaradas Dencàs y Badía, acabó saliendo al balcón a proclamar solemnemente "l’Estat Català dins de la República Federal Espanyola". Según testigos presenciales, acto seguido se desató un huracán de aplausos, abrazos, besos y llantos de entusiasmo. No por casualidad Josep Pla había descrito así la personalidad de los esquerristas:

Hacen grandes gestos, se llevan cada dos minutos la mano al pecho, dan alaridos sentimentales y unos terribles aspavientos de bondad. Todos ponen los ojos en blanco, llevan el corazón en la mano y cantan turbios romances que hacen llorar.

Al estrechar la mano del diputado Soler i Pla, el president exclamó: "¡Ahora ya no podrán decir que no soy nacionalista!". Curiosa exclamación. Curioso interés. Curiosa angustia. El mar de fondo venía de atrás, de su fogosa juventud lerrouxista, de las sardanas que gustaba de disolver a garrotazos y de las amenazas que había recibido, en fecha tan cercana como agosto de 1932, para que sustituyera de los rótulos de su despacho y su domicilio el indigno Luis por el patriótico Lluís.

Pero el toque heroico lo aportaron sus camaradas Josep Dencàs y Miquel Badía, consejero de Gobernación el primero y jefe de los Servicios de Orden Público el segundo, poéticamente conocido entre los suyos, por cierto, como Capità Collons. Porque tras encabezar majestuosos la rebelión, al sonar los primeros tiros se escabulleron por las cloacas y no pararon hasta Perpiñán. Lo cual tiene especial mérito si se tiene en cuenta que de los dieciséis cañonazos que se dispararon aquella noche, once fueron de fogueo o con granadas sin espoleta. Sólo para asustar. Aunque la verdad es que tampoco hubo muchos a quienes asustar, pues la inmensa mayoría de los aguerridos escamots, a los que habían repartido armas en las jornadas anteriores, corrieron a esconderse bajo sus camas.

Con las tropas patriotas en desbandada y Dencàs y Badía emergiendo apestosos por una alcantarilla de la Barceloneta, Companys recibió una llamada del diputado Riera desde el Ateneo:

Presidente, estamos aquí cenando un grupo de amigos, y al descorchar el champán brindamos por el Estat Català. ¡Visca Catalunya!

Adentrémonos ahora en el resbaladizo reino de Eros. Pues resultó que, algunos meses antes del golpe, nuestro Miquel Badía diose un trastazo en coche en compañía de su camarada Joan Durán. Acabaron ambos en el hospital de Manresa, y mientras que este último fue dado de alta en el momento, Badía tuvo que quedarse una noche encamado. La mujer de Durán, y también camarada esquerrista, Carme Ballester, fue al hospital en busca de su marido, pero encontrose con que allí sólo quedaba su buen amigo el Capità Collons. Y no cabe duda de que hizo honor a su sobrenombre, pues el encuentro acabó en arrebatado polvo hospitalario.

Debió de ser fembra placentera la Ballester, pues también rindió sus pendones nada menos que a Companys. Y, al parecer, con similar fogosidad, pues en una ocasión, por culpa de alguna puerta mal cerrada, fueron sorprendidos con las manos en la masa en un despacho de la sede de las juventudes esquerristas, lo que se convirtió en la comidilla de toda Barcelona durante una buena temporada. Cuando Collons compartió confidencias eróticas durante una discusión con su presidente, éste condujo a su amada a la cama de Macià para arrancarla en tan sagrado lugar juramento de amor eterno. A este episodio, que enfadó considerablemente a la viuda e hija del expropietario del lecho, se referiría posteriormente Tarradellas como "la misa negra en la cama de Macià".

Después vendría la astracanada de octubre del 34 y la amnistía de febrero del 36, tras la que Badía regresó a España. Por poco tiempo, pues dos meses después moriría a manos de unos pistoleros anarquistas, los viejos enemigos de los escamots. Aunque, para crear confusión, se pretendió cargar el mochuelo a los falangistas, quedó claro de dónde habían venido los tiros. Y con el paso del tiempo aumenta la sospecha entre los historiadores de que el que movió los hilos del asesinato, viejo conocido de unos anarquistas para los que había trabajado como abogado laboralista, probablemente fuese un Companys enemigo de Badía en el seno de ERC, rencoroso por su comportamiento durante el golpe del 34 y deseoso de evitar la posibilidad de nuevos cuernos.

Pero no se vayan todavía, que el soneto nos ha salido con estrambote. Porque, a causa de la suspensión del Estatuto, las funciones del presidente de la Generalidad fueron asumidas por la figura del gobernador general de Cataluña, el segundo de los cuales, de abril a octubre de 1935, fue el lerrouxista Juan Pich i Pon. Pero no fue ése el motivo por el que hoy se le recuerda, sino por su portentosa facultad para el disparate palabrero. Tan portentosa que hasta dio nacimiento a una nueva categoría lingüística: la piquiponada. Algunas alcanzaron merecida inmortalidad: en una ocasión dijo que el peor tirano de la historia había sido el de Bergerac; en otra, empuñando una espada, afirmó sentirse como un radiador romano; a uno duro de oído lo calificó de más sórdido que una tapia; de otro lamentó que hubiese sorbido el cáliz hasta las hélices; al caviar lo definió como huevos de centurión; describió el 14 de abril como una jornada revolucionaria sin infusión de sangre; y de un amigo aficionado a coleccionar sellos dijo que era sifilítico.

Y ahora regresemos al presente, que es mucho más vulgar.

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