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Jesús Laínz

Julio Camba. Una mierda de república

Al anticlerical y ateo Camba le indignó aquella “República de hombres muy avanzados que se avergüenzan de España porque España tiene la costumbre de ir a misa”. Como escribió, “La República nos quitó la ilusión de la República”.

Al anticlerical y ateo Camba le indignó aquella “República de hombres muy avanzados que se avergüenzan de España porque España tiene la costumbre de ir a misa”. Como escribió, “La República nos quitó la ilusión de la República”.
Julio Camba | Archivo Comunidad de Madrid

Quien estaba destinado a ser la pluma más prodigiosa del periodismo español del siglo XX, el sin par Julio Camba, “la más pura y elegante inteligencia española” según Ortega y Gasset, nació en la pontevedresa Villanueva de Arosa en 1884. Revoltoso, ateo y antimonárquico desde jovencito, encajó una paliza a manos de unos pescadores, durante una visita de Alfonso XIII a su tierra, “porque no quise descubrir mi cabeza que piensa ante el monigote real”. Poco después se coló de polizón en un barco y, como muchos miles de gallegos de aquellos días, se largó a Argentina. Pero en vez de a hacer fortuna, se dedicó a la militancia anarquista redactando panfletos y organizando huelgas, por lo que dos años después sería detenido y devuelto a España.

Tras colaborar en periódicos anarquistas como La Protesta Humana o Tierra y Libertad, en 1903 se estableció por su cuenta fundando un semanario anarquista titulado El Rebelde, en el que colaboraron personalidades del anarquismo internacional como los franceses Reclus y Tailhade o el ruso Kropotkin.

Un año más tarde fue encarcelado brevemente por escarnio al dogma católico. No sería su último proceso. Se trató de una parábola en la que comparó a un hombre que, necesitado de ayuda, clamaba inútilmente a Dios con otro que, gritando “¡Cristo puerco!” y “¡Cochina virgen!”, ponía manos a la obra para resolver su problema. Camba concluyó su artículo con esta reflexión:

“La prédica de Cristo produjo esas generaciones cobardes que sufrieron resignadamente el yugo de todos los opresores (…) La doctrina cristiana, propagando la humildad y la resignación, ha castrado todas las energías del hombre. Si queremos, pues, hacer obra fecunda, tenemos que ser fuertes, rebeldes, anticristianos (…); tenemos que escupir al rostro de Cristo el salivazo de nuestras blasfemias purificadoras”.

Cerrado El Rebelde en 1905, fundó La Anarquía Literaria, que sólo logró publicar un número. A continuación entró a trabajar en la redacción del diario republicano El País, y en 1907, durante el gobierno largo de Antonio Maura, escribió una serie de crónicas parlamentarias en España Nueva, diario de los republicanos de Alejandro Lerroux. Enemigo del parlamentarismo en general y de la derecha maurista en particular, mostró respeto por pocos diputados, entre ellos el expresidente de la Primera República, Nicolás Salmerón. También dedicó palabras elogiosas a Puig y Cadafalch por percibir en el catalanismo un potencial revolucionario que coincidía con sus ansias anarquistas. Pero quedaba poco de anarquista en un Camba cada día más escéptico.

El 31 de mayo de 1906 se celebró en Madrid la boda de Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battenberg, para la que Camba obtuvo un pase de periodista. Pero, carente de interés, se lo pasó a su compañero de militancias anarquistas Mateo Morral, que aprovechó la ocasión para dejar veinticinco muertos y cien heridos en la calle Mayor. Camba fue detenido inmediatamente, pero pudo probar que, a pesar de su amistad con Morral, no tuvo nada que ver con el atentado. Aquella masacre aceleró el abandono por parte de Camba de una fe anarquista que cada día le resultaba más antipática.

Imagen del momento del atentado contra Alfonso XIII

A partir de 1908 recorrió medio mundo como corresponsal de varios diarios. En 1913 comenzó su colaboración con ABC, que se prolongaría hasta su fallecimiento en 1962.

En abril de 1931 encontrábase en Nueva York, de donde regresó curioso y esperanzado ante el nuevo régimen:

“Antes de la República, yo vivía en paz y en gracia de Dios, ignorando generalmente quién era ministro de Estado o quién tenía a su cargo la cartera de Hacienda. Dado mi concepto general de la política, no me interesaban nada los detalles, y sólo el cambio de régimen pudo vencer mi pesimismo, haciéndome seguir con cierta curiosidad la marcha de la cosa pública. Fue un momento, nada más que un momento…”.

Efectivamente, su esperanza tuvo corta vida. “La República nos quitó la ilusión de la República”, escribiría años más tarde. En las semanas inaugurales, el Gobierno Provisional, para dejar patente que se consideraba a las órdenes del pueblo, celebró sus primeras reuniones a puerta abierta. Camba asistió a una de ellas, en la que se nombró fiscal general de la República al socialista Ángel Galarza, que se distinguiría cinco años más tarde por amenazar de muerte a Calvo Sotelo desde su escaño del Congreso y por lamentar pocos días después no haber podido participar en su asesinato.

–Esto es una mierda de República –declaró Camba–, y si todo lo que se les ha ocurrido es nombrar a ese imbécil de Galarza para un puesto de responsabilidad, sabe Dios las tonterías que van a hacer y lo que nos espera.

A partir de aquel momento comenzó a escribir artículos en los que, bajo su característica ironía, latía su profundo disgusto por el nuevo régimen. Aquellos artículos, varios de ellos censurados por un Gobierno poco amigo de las críticas, fueron recopilados en un volumen titulado Haciendo de República, publicado en 1934. El título reflejó la principal acusación de Camba: pretender ser una República sin conseguir serlo de verdad. Por eso debía contentarse con hacer como si lo fuera.

Cadáver de Calvo Sotelo

Por ejemplo, su cáustica pluma se cebó en unos republicanos más preocupados por cambiar de nombre a las cosas que por cambiar las cosas. Fueron borrados de calles y monumentos todos los recuerdos de la derrocada Monarquía, y hasta nombres políticamente neutros fueron sustituidos por los de los nuevos dirigentes o por los de símbolos republicanos, como una calle Mayor madrileña rebautizada calle Mateo Morral en homenaje al terrorista amigo de Camba:

“No quedó un hotel con nombre monárquico, aunque en ninguno de ellos se procuró mejorar la comida ni el alojamiento. El teatro de la Princesa tomó no sé qué otra denominación, así como el Infanta Isabel; pero de las tonterías que solían representarse en ambos no se preocupó nadie (…) Tuve que irme convenciendo de que son legión los republicanos que, habiéndose creído durante la Monarquía partidarios de un cambio de régimen, no fueron nunca, en rigor, más que partidarios de un cambio del nombre del régimen”.

El cambio deseado por los republicanos no se limitaba, como es natural, a los asuntos onomásticos, puesto que incluía muy principalmente el ansia de ocupar los puestos oficiales mejor remunerados y repartirlos entre los amigos. Por eso Camba llamó al nuevo régimen “la República de los enchufes”:

“Se creaban cargos especiales que quizá fuesen útiles, pero que daba la casualidad de que casi siempre se distribuían entre los amigos y los contertulios, y en los primeros meses aquello producía la impresión de una mesa de ruleta”.

Una de las ideas más repetidas por Camba fue la de que los izquierdistas promovieron el cambio de régimen no para servir al pueblo español, sino para satisfacer sus propios apetitos:

“Cuando los hombres de la República se incautaron del Estado español, se vio bien a las claras que no querían introducir en él ninguna reforma fundamental, ni muchísimo menos, y que, si lo deshacían y lo ponían en pedazos era, sencillamente, para mejor repartírselo entre unos y otros. Se apoderaron del Estado con el mismo criterio con el que hubieran podido apoderarse de un salchichón”.

El partido aparentemente más revolucionario pero en realidad más aficionado a los enchufes, el derroche y los lujos de nuevo rico fue el PSOE:

“¡Pobres magnates del socialismo español, condenados a predicar la revolución social para seguir disfrutando los encantos de la vida burguesa y sin poder declararse nunca burgueses so pena de quedar convertidos ipso facto en unos tristes y paupérrimos proletarios! (…) Es innegable que estos señores ocupan en la sociedad burguesa una situación de privilegio; pero ¿cómo la han conquistado? Pues, sencillamente, combatiendo los privilegios de la sociedad burguesa. Y ahora, cuando la sociedad burguesa se les ha entregado ya por entero, ¿qué remedio les queda más que seguir atacándola si quieren seguir gozando de sus dulzuras?”.

“Dicen que el poder ofusca la razón y que uno de los dones con que favorece a aquellos que logran conquistarlo es el precioso don del olvido, evitando así que, al recordar sus propias predicaciones, haya quien sienta el remordimiento de no ajustarse a ellas”.

A la ambición económica sumaban sus ínfulas de grandeza:

“Hemos echado a su majestad don Alfonso XIII y ahora tenemos en Madrid a cuatrocientas y pico de majestades. ¡Cuatrocientos y pico de caballeros, cada uno de los cuales se figura que el ser diputado a Cortes es algo así como ser el mismísimo rey de bastos…!”.

Además, el ansia de colocaciones, honores y sueldos no solía ir acompañada de conocimiento y capacidad:

“Unos señores que promueven nada menos que un cambio de régimen para apoderarse de los ministerios y que luego, ya dentro de ellos, tienen que llamar a los empleados de plantilla para preguntarles qué es lo que se puede hacer allí”.

Respecto a los debates constituyentes, se rió Camba del paupérrimo nivel de sus señorías, salvo excepciones como la Ortega y Gasset, así como de la pose proletaria de aquellos burgueses que pretendían dar testimonio revolucionario hasta con su atuendo:

“Y a los dos meses, no había tasca, garito ni lupanar en España donde se emplease un lenguaje comparable al de las Cortes. Al contrario. Cuando en cualquier lugar de mala índole profería alguien una palabra malsonante, los demás solían llamarle al orden diciéndole: –¡Cuidadito!, ¿eh? Que aquí no estamos en el Congreso”.

“En las cortes constituyentes la inmensa mayoría de los diputados eran sinsombreristas y sinchalequistas; algunos eran también sincorbatistas, y no faltó mucho para que empezasen a surgir asimismo los sinchaquetistas y los sincalcetinistas(…) Algo debe de ocurrir en el mundo para que la razón de comodidad se imponga a las de cortesía y buen parecer”.

Iglesia asaltada e incendiada en 1936

Denunció que la redacción de la Constitución republicana había sido el producto de cambalaches, no de debates serios:

“Y así se iban dando unas cosas por otras –la secularización de los cementerios por la ley de Arrendamientos rústicos, o la ley de Términos municipales por la expulsión de las órdenes religiosas–, en un cambalacheo de bolsa de pescado o de feria de ganados (…) Y así, en este ambiente y por medio de este lenguaje, cambiando artículos del Estatuto catalán por puntos del programa socialista, o viceversa, en un verdadero regateo de gitanos, es como se fue haciendo esa Constitución tan nueva que tenemos”.

Criticó severamente la ignorancia con que se habían encarado las reivindicaciones regionalistas, el absurdo de “aquellos energúmenos” de pretender organizar España como un Estado federal y la política religiosa de unos izquierdistas que rechazaban su propia nación por su pasado. Al anticlerical y ateo Camba, que en su lecho de muerte confesaría al sacerdote que la única oración que recordaba era el “cuatro esquinitas tiene mi cama”, le indignó aquella “República de hombres muy avanzados que se avergüenzan de España porque España tiene la costumbre de ir a misa”.

Condenó el odio antirreligioso que llevó al Gobierno, a través de su embajador en México, el socialista Álvarez del Vayo, a combatir allí el catolicismo mediante el apoyo al movimiento indigenista:

“Lo que no podré explicarme nunca es que España haya apoyado ese movimiento de una manera oficial, a no ser que quisiera acabar al mismo tiempo con México y consigo misma, pero hoy se ve bien claro que no era realmente España quien hacía aquella política, sino la horda que se había apoderado de ella. Era la Horda, tan antiespañola como antimexicana, y enemiga no sólo de esta o de aquella civilización, sino sencillamente de la civilización en general”.

El 18 de julio le sorprendió en Lisboa, donde se encontraba veraneando. Pasó a la zona rebelde y durante dos años publicó en ABC numerosos artículos en defensa de la causa nacional. Desde el principio se mostró confiado en la victoria de Franco debido a su organización frente al caos revolucionario en el que se hundió la República:

“La revolución es una juerga, una orgía, una bacanal que no tiene nada que ver con la guerra. Se tiran tiros. Se comen jamones. Se matan curas. Se lidia al buen burgués en las plazas de toros o se le unce a las norias campesinas. Corre el vino que es un gusto, y más aún que el vino, emborracha la sangre. Cuanto mayor es el recato de una mujer o la inocencia de una niña, con mayor fruición se las hace objeto de público escarnio (…) Pero la guerra no es esto ni muchísimo menos. La guerra, por el contrario, es orden, método, disciplina, jerarquía, autoridad y responsabilidad (…) Cuando la revolución se mezcla con la guerra, el desastre resulta inevitable por muchas ventajas de que se disfruten en un principio (…) En la guerra tienen que mandar unos y obedecer otros, mientras que en las revoluciones mandan todos y no obedece ninguno. La guerra es sacrificio y la revolución es jolgorio. La guerra es orden y la revolución desenfreno (…) Y como dos cosas tan opuestas y contradictorias es forzoso que se anulen recíprocamente, de ahí el que los rojos estén condenados de un modo irremisible a perder al mismo tiempo su revolución y su guerra”.

www.jesuslainz.es

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