Cuando a los españoles se nos acaba España, o sentimos que se nos acaba, siempre podemos acudir a Galdós, seguros de encontrar en él ese remedio para la soledad de lo nacional, de ese pueblo que en nuestra persona somos y al que no queremos renunciar, pero que, a veces por dentro y a menudo por fuera, es como un paisaje que se nos desvaneciera. Pronto se cumplirá un siglo de la muerte de Don Benito, el más grande de los novelistas en español, tras nuestro padre Cervantes.
Pero mientras las autoridades andan ahora empeñadas en encontrar el esqueleto manco del genio de Alcalá, la gigantesca y conmovedora obra de Don Benito, la única que no desmerece ante la de Cervantes, vive abonada a un ritual de ediciones o reapariciones académicas y minuciosos olvidos, como si no pudiéramos acordarnos seriamente de Galdós hasta asegurarnos de que lleva un siglo muerto. O como si no pudiéramos dar por muerta a España hasta que no llevemos cien años sin don Benito Pérez Galdós.
El 4 de enero de 1920 moría Galdós y el 5 le tributaba Madrid un entierro impresionante. O sea, como los entierros impresionantes que tributa Madrid cuando tiene ocasión, pero con más motivo. Sin embargo, Galdós llevaba literariamente muerto y enterrado bastantes años. Y tras su defunción oficial, el silencio, si no el desprecio, de los escritores del 98, del 14 y del 27 –exceptuando el maravilloso poema de Cernuda en el exilio Bien está que fuera tu tierra, que cito Lo que queda de España- fue casi absoluto, mezquinamente letal. Luego, andando el tiempo, se reconsideró su valor histórico y simbólico, pero muy rara vez el estrictamente literario.
Las novelas esenciales de Galdós
Mi propósito en este 95 aniversario del paseo de su cadáver –no el ataúd, ojo, el propio cuerpo como una larga caña apagada- envuelto en la bandera nacional, por las calles de la capital de España, es recomendar las obras de Galdós que lo retratan como escritor y novelista realmente genial, como no ha habido otro después de Cervantes; libros que no son todos, ni muchísimo menos. En rigor, del centenar de obras que dio a la imprenta –incluidos los 46 Episodios nacionales y la treintena de obras teatrales-, sólo considero realmente imprescindibles, gozosamente necesarias, para apreciar el talento galdosiano, media docena, que además se escribieron y publicaron seguidas, engastadas como joyas: El amigo Manso, El doctor Centeno, Tormento, La de Bringas, Fortunata y Jacinta y Miau. Por supuesto, bastaría una de ellas, Fortunata y Jacinta, para colocarlo, junto al Clarín de La Regenta y sólo por debajo de El Quijote, como el príncipe, ya que el trono es de Cervantes, de la novela en lengua española, que desde el Lazarillo lleva ya unos cuantos siglos mundo adelante.
Pero hay en Galdós algo más, una extraña sustancia vivificadora, hecha del turbión de lo corriente y del escondido manantial de lo sublime, que lo identifica con lo que sólo podemos llamar España, nuestra nación. Está dispersa en los Episodios, que Galdós tuvo en muy poco aunque encierran mucho y en los que, de vez en cuando, enhebra piezas soberbias. Está en las grandes novelas desacertadas del Gran Proyecto de la década de los 80, que empieza con La desheredada y termina en Lo prohibido, ambas con reminiscencias de la última pieza de la Trilogía Sectaria (Doña Perfecta, Gloria y La familia de León Roch), caricatura de la España Negra que tanto éxito le dio, y que literariamente valen hoy lo que valían al publicarse: aproximadamente nada.
Está también en las dos primeras de las cuatro de Torquemada, a las que guardo afecto porque fueron mi primera lectura de Galdós en la edición de la naciente Alianza Editorial, a finales de los 60 del siglo XX. Está en el luengo, disforme y clericalísimo tostón Ángel Guerra, cuya tercera parte es la descripción más prolija y delicada que yo conozca sobre los ritos católicos, llevando a lo oceánico esa manía de la izquierda española, institucionista a fuer de galdosiana o viceversa, que consiste en que los ateos insulten a los católicos y les digan, desde la fe que no tienen y ante una estética que les deslumbra, cómo deben creer.
Además de Ángel Guerra, que amén del lío erótico-teológico del personaje y del fervor del autor por los ritos y las iglesias, es un canto de amor a Toledo, la primera capital religiosa y política de España, Galdós enhebró dos novelas de argumento católico: Nazarín y Halma, historia y juicio, respectivamente, de un gran personaje, un cura con algo de Alonso Quijano tonsurado, que arranca con brío cervantino pero se atasca pronto por la endeblez o cortedad argumental, más de cuento que de novela; y que en Halma, historia de vocación caritativa al último extremo y que está basada en un personaje real que aparece en Fortunata y Jacinta, acaba convenciéndonos de que, para hacer caridad de verdad, lo mejor es casarse.
Misericordia, la última obra maestra
Otra novela que da para mucho –aunque no para reinventarla, como Buñuel- es Tristana, que se sostiene por el oficio de Galdós, por lo que de sí mismo pone en el personaje de Don Lope y por las cartas que, según los investigadores –remito a la monumental biografía de Ortiz Armengol Vida de Galdós, en Crítica- corresponden literalmente a uno de sus más sórdidos y desastrados amores, el de Concha Morell, aunque a mí también me recuerdan las de Pardo Bazán. Sin embargo, de las sórdidas historias de las mujeres de Galdós nunca sale nada bueno. Ni de la pobre loca Concha Morell en Tristana, ni de Doña Emilia en La Incógnita y Realidad, re-novela primero contada, luego dialogada y finalmente llevada al teatro. Dejo para otro comentario o para que comente otro la vida de Don Benito en ese aspecto, ni noble ni respetable y tal vez por eso harto oscurecido.
Lo que no quiero dejar sin recomendación es una de las novelas cortas y realmente soberbias de Galdós, quizás su última gran obra: Misericordia. La historia de los mendigos de Madrid, de la señá Benina y el ciego Almudena, pero sobre todo de los barrancos, terraplenes, taludes, hoyos y umbrías de los desmontes madrileños, hogar de los que no pueden o no quieren vivir más que en la orilla de la orilla, al margen del margen, es la pieza más lograda de lo que Galdós describió, antes incluso de escribir La Fontana de Oro, el "Número Cero" de los Episodios Nacionales, como el gran reto de la novela española: la "observación", lo que, según él, había hecho grande a nuestro arte en Cervantes y Velázquez: observar al prójimo, al de al lado, al español. Nunca ha sido tan del prójimo Galdós como en Misericordia.
En esta hora menguada de España, es forzoso acordarse del entierro de Galdós, siempre vivo en la memoria de la nación española. Pero aunque nos salga, casi sin querer, compararlo con Cervantes, hay una diferencia: El Quijote -y las otras novelas cervantinas, en tantos sentidos ejemplares-, son símbolo alquitarado de lo nacional y muestrario extensísimo de tipos humanos, dos mil vidas de papel, la fe de vida de aquel pueblo tremendo, admirable, extremado y aperreado que era el español entre los siglos XVI y XVII, el de nuestros retatarabuelos. Cuatrocientos años después, aunque algo "y aún algos" queden en los españoles de aquella vida acuñada para siempre por la mano paradójica del Manco Inmortal, no podemos sentirnos sanchos ni galeotes, ni quijotes siquiera. El Ingenioso Hidalgo es eso: criatura de ingenio, vivísima y perdurable invención literaria, pero casi tan lejana como Aquiles, Héctor o Ulises.
En cambio, los españoles por escrito, los personajes convertidos en sangre de tinta y carne de papel por Galdós en Miau, en Fortunata, en Tormento, en El doctor Centeno, son como nosotros, habitan nuestras mismas dudas, padecen las mismas apesadumbradas certezas. No es que las novelas de Galdós parezcan recién escritas sino que, igual que Cervantes parece que inventó el Quijote para sobrevivirnos, Galdós creó su obra para acompañarnos, para seguir junto a nosotros, como un libro junto a luz del sueño, en la asendereada e incierta aventura de la nación española.
Tal día como hoy, un 4 de Enero, murió Galdós. No nos dejó.