Menú

Adolfo Bioy Casares. El último gran gentleman

Adolfo Bioy Casares, individualista ejemplar y uno de los más sofisticados armadores de tramas de la literatura latinoamericana.

Adolfo Bioy Casares, individualista ejemplar y uno de los más sofisticados armadores de tramas de la literatura latinoamericana.
Bioy Casares en 1996 | Cordon Press

Suzanne Jill Levine, crítica literaria y traductora de Jorge Luis Borges, Guillermo Cabrera Infante y Carlos Fuentes, entre otros distinguidos autores en lengua castellana, señala que Adolfo Bioy Casares es un comediante urbano, un parodista que expone la banalidad de las pretensiones científicas, intelectuales y eróticas.

Bioy nos hace reír de nuestras debilidades con un toque cariñoso y elegante, con un efecto casi didáctico y ciertamente catártico. Detrás de su sentido del sinsentido, posterior a Kafka y previo a Woody Allen, se oculta una visión metafísica sobre la brevedad de la vida y el resbaladizo universo del amor.

Sobre la primera novela de Bioy, La Invención de Morel, Octavio Paz dijo:

En la obra de Bioy Casares el amor es una suerte de percepción privilegiada, la más total y lúcida de la irrealidad del mundo y de nuestra propia irrealidad: no sólo vivimos atravesando un reino de sombras; nosotros mismos somos sombras.

borges-bioy-casares.jpg
Borges y Bioy Casares

Junto a Borges, Julio Cortázar, Victoria Ocampo y numerosos autores de menor celebridad, Bioy miraba a Europa con admiración desde un país que ya no existe, progresivamente disuelto por décadas de colectivismo totalitario. Hoy seguramente vería alarmado como los europeos se inclinan antes por la comodidad holgazana que por el esfuerzo, la disciplina y la libertad, palabras que espantan a los militantes de la barbarie.

Adolfo Bioy Casares, individualista ejemplar y uno de los más sofisticados armadores de tramas de la literatura latinoamericana, nació el 15 de septiembre de 1914 en el barrio de Recoleta, en la ciudad de Buenos Aires. Murió, no lejos de su casa natal, el 8 de marzo de 1999.

Adolfo es una pieza que recuerda su formidable sentido del humor, su mirada limpia y su generosa sonrisa.

Adolfo. Relato del almuerzo con Bioy Casares

Nos conocíamos pero era nuestro primer almuerzo a solas. El silencio, el acorde dominante. Las miradas, cordiales, fugaces, evasivas. Sonrisas tímidas, frases de ocasión, oraciones truncas, interrumpidas cuando la duda ingresaba por asalto e instalaba la sospecha de que se estaba diciendo algo banal, completamente irrelevante.

La mesa en su función de soporte de vajilla, menaje y cristalería es la peor de las prisiones. Las puertas siempre están abiertas pero abandonarla sin castigo es imposible. El comensal es guardia y prisionero al mismo tiempo. Sometidos a esa dualidad extorsiva algunos esclavos con conciencia de tales se rebelan y deciden comer de parados el resto de sus vidas. El aparato digestivo trabaja mejor. En su derrotero abyecto la comida no dobla.

Comer con una persona es una estación en el camino del conocimiento. No es hablar por teléfono, al amparo del aparato que convierte a las partes en dos objetos que conversan pared de por medio. La ceguera, no ver con quien se habla, no registrar las señales que emite el rostro del interlocutor, provee un coraje temerario, da impunidad.

Tomar el té también es distinto. Las exigencias son solo las indispensables. El menú menor no genera vacilación al momento de ordenar, la duda sobre lo que el acompañante pueda pensar acerca de lo elegido. Compartir un té no obliga a masticar, a cortar, a trinchar, a beber reiteradamente de una copa que amenaza con su fragilidad inestable, a estar pendiente de las numerosas regulaciones que imponen los modales. Un té es una experiencia gastronómica minimalista inmune a las catástrofes que suele provocar la rigidez solemne, fuera del alcance de Edward Murphy y su famoso enunciado: un pedazo de carne que se cae al piso, un chorro de salsa que salta del plato y mancha la camisa ajena, un raviol rebelde que aterriza en medio de la mesa. Situaciones embarazosas cuando no conocemos a quien nos acompaña y mucho más comprometedoras cuando queremos dar una buena apariencia, muy especialmente cuando se almuerza a solas con Adolfo Bioy Casares.

En eso estábamos, antes yo que él, obviamente. Midiendo los movimientos, operando en cámara lenta, más atento a no decir una imbecilidad inolvidable, o a no voltear con un movimiento torpe la botella de agua mineral, que a proponer una conversación constructiva.

En eso estábamos, hasta que pasó una mujer.

Volvía a su mesa desde el baño. Sentado de frente al pasillo pude ver la figura completa. Adolfo, en cambio, solo pudo ver su espalda. La aparición lo había sorprendido por detrás. Es muy probable que el cambio brusco de la dirección de mi mirada lo haya alertado. O que su inveterada intuición haya activado los radares. O quizás fue el olfato de animal depredador. Como sea, vi cómo la miró y vi cómo me miró a continuación. Con un latigazo de ojos cambió el objeto mientras bebía un sorbo de agua, como para que la continuidad fluyera con rigor orgánico. Son reacciones que el instinto genera y que se asimilan a lo largo de décadas de interacción social. El cambio duró mucho menos de un segundo, a la velocidad de un obturador ajustado en 1/250. Los ojos de Adolfo fueron hacia la mujer y volvieron hacia mí conducidos por un pudor instintivo, para saber si lo había visto.

Bajé la cabeza y simulé comer. El juego de miradas fue instantáneo. La sincronía entre sus ojos buscando los míos y los míos evitando los suyos fue casi perfecta. Casi, porque se dio cuenta. Entendió que había detectado en su mirada la lujuria abusiva, festiva, del carnívoro adicto. Entendió, como entiende toda persona inteligente, que fingir hubiese sido una tontería inaceptable. Después de todo nos habíamos reunido para pasar un buen rato. Quizás entendió -el verbo es excesivo- que la mujer había provisto la oportunidad perfecta para relajar esa mesa saturada de etiqueta.

-¿Has visto ese culo?

Preguntó con voz suave, tono prudente y mirada candorosa, tomando la precaución de utilizar el registro oratorio correcto, el pretérito perfecto, como para disponer de un canal de salida en caso de que la consulta no fuese bien recibida.

Yo también intuí. Fingir hubiese sido una tontería imperdonable.

-Cómo hacer para no verlo, Adolfo.

Se produjo un gran silencio, necesario para que cada uno absorbiera el cambio. Luego, llegaron las risas, las anécdotas secretas y el cuereo despiadado. Estábamos liberados. Ya podíamos derramar líquidos, escupir pedazos de comida y tirarnos algún que otro pedo.

De eso se trata la amistad.

_________________________________________________________________

Gustavo Jalife es un autor bilingüe. Su último libro Der Führer is your Daddy: Reflections on Politics, the News Industry and Social Media from Inside the Pandemic Vortex, puede descargarse en: https://gjensayos.wordpress.com/2022/08/30/der-fuhrer-is-your-daddy/

En Cultura

    0
    comentarios