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Simplemente, Amy

El estreno del documental sobre la vida de la artista desata la polémica y la pasión.

Cuatro años después de su fallecimiento, el nombre de Amy Winehouse vuelve a estar en boca de todos, tras el estreno del documental sobre su vida, titulado Amy, firmado por el laureado director Asif Kapadia, responsable también de haber llevado a la pantalla la vida del piloto Ayrton Senna. Y la cinta ha motivado tanta controversia en los círculos de la artista como la que escribían los tabloides británicos a lo largo de la corta vida de su protagonista. Para empezar, la figura que peor parada sale en este recorrido es la de su padre, Mitch Winehouse, quien ya ha manifestado la visión parcial que la película muestra respecto a su rol en la autodestructiva vida de su hija. Además, el resto de su familia se ha posicionado junto a él, mientras que no acaban de entender el motivo para que la cinta sea más amable con el ex de la cantante, Blake Fielder-Civil, compañero y descubridor del mundo de la heroína en la vida de Amy.

Si bien el director del film se defiende, explicando que acometió el proyecto sin ninguna idea preconcebida y la obra tomó forma con los testimonios de quienes la conocían, la polémica ha quedado servida, ocultando una vez más el legado artístico de una personalidad siempre bajo el microscopio del sensacionalismo. Algo que no deja de ser curioso, puesto que la cantidad de material inédito sobre Amy, presente en gran parte en el documental, da para mucho más que para una columna de sociedad. Así, se podría trazar un vivo retrato sobre una niña que crece en un ambiente familiar marcado por el divorcio de sus padres cuando contaba con nueve años de edad. Pero también se puede hacer hincapié en el legado musical presente en ambos lados de su familia, que plantaron la semilla de carrera posterior.

La pasión de la joven era tan grande que pasaba el tiempo cantando a clásicos del soul, mientras el mundo se movía a ritmo de otras corrientes musicales más efímeras: esto motivó más de un castigo en el colegio, que dejaría en plena adolescencia tras comprarse una guitarra y comenzar a componer. Mientras alternaba el trabajo con la interpretación vocal, Amy se encontró remando a contracorriente en cuanto a modas musicales, y fue precisamente eso lo que le consiguió su contrato musical (tras una disputa entre los sellos EMI e Island): la chica hacía una música personal, honesta y diferente, con creatividad y clase en la interpretación, y sin perder en absoluto la frescura que marca a las estrellas cuando empiezan a brillar.

Toda aquella fuerza cobró forma en su primer álbum, Frank (2003), todo un éxito de crítica y con multitud de reconocimientos en Gran Bretaña, donde las inquietudes musicales comenzaban a nutrirse de artistas más inconformistas de lo habitual, que no se limitaban a encajar en el panorama actual, creando su propio espacio y llevándose a gran cantidad de público con ellos. En el caso de Amy, sumaba a su maravillosa voz la capacidad de crear canciones duras y auténticas, coescribiendo casi todo el material del disco, y llevando a la práctica una de sus máximas: escribir sobre lo que sentía, llevando la honestidad como bandera y dejando a la gente con la capacidad de juzgar sobre aquello que escuchaban.

Precisamente aquello comenzó a destruir su imagen, promocionándola como un icono problemático, marcada por sus problemas de adicciones, alimentarios y psicológicos. Poco a poco, el personaje se iba comiendo por momentos a la persona, que sólo emergía en ocasiones a luchar por su identidad. Pero el tren no se detenía y llegaba el éxito mundial con Back to Black (2006), un segundo trabajo brillante y repleto de éxitos como Rehab, You Know I’m No Good o Love is a Losing Game. Un disco tan clásico en su planteamiento como moderno en su ejecución, con la producción justa para redondear la talentosa voz de una artista que seguía contando su tragedia personal a través de la música. Los premios se sucedían a la misma velocidad con que se vendían cientos de miles de copias todas las semanas: una velocidad tan extrema como la de los escándalos que se publicaban sobre Amy todos los meses, y que (no conviene olvidarlo) siempre parecían mayores por tratarse de aquel icono problemático que habían fabricado sobre ella.

Quizá es que su entorno, la prensa o incluso los fans no vieron que seguía en la espiral de autodestrucción. Quizá ni siquiera pudieron evitarlo. El caso es que el viaje concluyó para ella a la tristemente conocida edad de los veintisiete años, con una intoxicación etílica que la arrancaba del micrófono de forma prematura. Quedaba en el aire la figura mediática, pero también, si mirábamos más allá de una portada con signos de exclamación, aparecía la niña que partía el alma con su música. Una imagen que conviene recordar a la hora de ver su documental, escuchar su música, o simplemente al pensar en el nombre de Amy.

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