
Una mentira con categoría de juramento da el pistoletazo de salida a la segunda temporada de The Last of Us, la serie que ha logrado elevar a la categoría de alta televisión, la misma de ficciones como The Wire o Los Soprano, lo que no es sino la adaptación de un videojuego. No es un tema baladí este, en tanto es este el área que la industria se dispone -y el éxito de Minecraft, del mismo estudio Warner Bros, lo demuestra- a explotar las diferentes IP del área interactiva para generar nuevas franquicias.
La de The Last of Us, serie que por delante y por detrás podría parecerse mucho a The Walking Dead, es sin embargo un poco diferente. Se trata de un entretenimiento adulto en el que, ciertamente, la adaptación tiene que trabajar y mucho para alcanzar el dramatismo e interés de los dos videojuegos dirigidos por Neil Druckmann. Casi todos estuvieron de acuerdo en que la primera temporada de Druckmann y Craig Mazin (cineasta proveniente de la comedia que dio un inesperado do de pecho con la serie Chernobyl) lo consiguió, pero esta segunda lleva acarreada ciertas dificultades… incluyendo algún gran espóiler que los fans del juego conocen bien, y del que los no fans deberían cuidarse mucho de averiguar.
El conflicto que separa a los dos protagonistas, excelentes Pedro Pascal y Bella Ramsey, suena simplemente anecdótico y circunstancial, por mucho que todo en la serie -y esta es su gran virtud- tenga retazos de convertirse en su destino definitivo. El episodio, no obstante, pronto se sume en una situación de puro terror en un supermercado donde Mazin demuestra saber muy bien lo que hace: la química entre Ramsey e Isabella Merced es incuestionable (ver su escena mímica, donde el autor introduce elementos cómicos, o aquella en la que la sexualidad de Ellie surge de manera evidente) y el elemento de horror resulta muy eficaz pese a que los infectados resultan ya monstruos familiares. Y el tormento interior del siempre carismático Pedro Pascal hace que el personaje resuene pese a lo poco interesante de la riña.
La ambientación del primer episodio de la segunta temporada enfatiza aún más las evidentes caracteristicas de western de The Last of Us, y eso ayuda a arraigar la serie todavía más en la mitología de un gran relato americano al margen de las enormes polémicas que persiguieron la segunda entrega del videojuego por ciertas decisiones argumentales y la caracterización de ciertos personajes. Naturalmente, los medios proporcionados por HBO han debido aumentar, y eso se aprecia en todos los aspectos visuales de la serie… incluyendo la calidad de su reparto. La presencia de la siempre excelente Catherine O’Hara (Bitelchus) en un personaje inédito en el videojuego contribuye a resaltar esa vis cómica que Mazin parece estar introduciendo para pintar el drama con algunos tonos distintos.
Por lo demás, la serie logra incorprar elementos de la jugabilidad de un videojuego con éxito. Las dinámicas de infiltración tan habituales en The Last of Us se canalizan en escenas de puro suspense, y las leves explosiones de acción y violencia no caracterizan el relato, como tampoco se sienten de relleno los intercambios sentimentales entre los personajes (¿verdad, The Walking Dead?).
De poco sirve acometer la crítica de un episodio, el de estreno, de una segunda temporada que consistirá en (solo) siete capítulos. Pero la expectación general y el fenómeno fan que despierta The Last of Us lo justifican sobradamente. La hora de ficción perpetrada por Mazin y Druckmann nos recuerda el carisma de Bella Ramsey en versión original; la química de Pedro Pascal con todos y cada uno de los miembros del reparto (hoy, Catherine O’Hara) y la larga secuencia del supermercado nos sugiere un futuro giro argumental cercano al de El día de los muertos de Romero. Todo está a punto de convertirse en una cuestión de vida o muerte en una serie que viene a aportar ese necesario toque de fenomeno popular el panorama de las series, acosado por demasiados productos de relleno de consumo urgente pero circunstancial.


