
El "boom" de la novela nórdica ha propiciado que las plataformas de streaming tengan a su disposición un amplio abanico de autores e historias para uno de los géneros que mejores resultados dan, el de las miniseries de intriga. Y La cúpula de cristal, basada en el libro de Camilla Läckberg, es una más de esta estrategia que tan buenos resultados da, por ejemplo, a Netflix, que acostumbra a estrenar una ficción en este formato por semana.
Semejante ritmo, tan exigente como en cierto modo conformista, pone en una difícil tesitura a la propia serie. ¿Por qué tendría que ser superior La cúpula de cristal, en la que una psicóloga forense regresa a su pueblo natal para enfrentarse al secuestro de una niña al tiempo que revive los fantasmas de su infancia, a la argentina Atrapados, la española El jardinero, o la también sueca Los crímenes de Åre, por poner solo algunos ejemplos de las últimas semanas?
Lo cierto es que, al igual que los mil derivados de psycho-thriller que adornaron las carteleras cinematográficas de los noventa tras el éxito de El silencio de los corderos, y perduraron durante las dos décadas siguientes, La cúpula de cristal no necesita serlo para agradar a su público. La serie que protagoniza la atractiva Léonie Vincent cumple su cometido y lo cumple bien, sabedora que su mezcla de traumas personales, secretos familiares y excelentes paisajes suecos de este género en su variedad nórdica apasionan al público.
Otra cuestión bien distinta es que el guion, que ciertamente se las arregla para manejarse dentro de su previsibilidad, y pese a su acotada duración de seis episodios, se hubiera beneficiado de una buena poda para así privilegiar la tensión sobre el drama, la intensidad de las revelaciones sobre el desarrollo de personajes. Lo cierto es que, pese a que cualquier espectador espabilado puede descubrir al culpable a las primeras de cambio, La cúpula de cristal se apaña a sí misma lo bastante bien para mantener la atención durante una razonable cantidad de tiempo pese a las inevitables reiteraciones.

Pero de nada sirve pedirle peras a un olmo, y a una miniserie de Netflix que se convierta en una película de dos horas. No lo es, y por ende, solo queda valorar lo que tenemos: si bien el molde de Netflix y otras plataformas para este tipo de ficciones va camino de romperse, la serie obsequia con un par de conceptos bien plasmados, jugando con parsimonia de las autoridades, el peso del pasado sobre todos los personajes, y apretando aún más, la evidente identificación de la heroína con la niña secuestrada.
Lo mejor, su reparto, encabezado por la citada Léonie Vincent, tan inexpresiva como misteriosa, y sobre todo el más experimentado Johan Hedenberg, su padre adoptivo en la ficción. Y, por supuesto, los extraordinarios y fantasmales paisajes rurales suecos, que hacen la mitad del trabajo a sus responsables.