Me gustaba chuparlas de pequeño,
posar lo labios en su cono duro;
como a la pulpa de un fruto maduro,
sacar lo dulce con gozoso empeño.
A pares, a aquel niño tinerfeño
daban los dones de un placer seguro,
anuncio de algún éxtasis futuro
o del anhelo que remoja el sueño.
Ahora, cuando a veces las observo
al cruzarme con quien las lleva en alto
un deseo fatal, casi protervo,
me ronda el derredor de las encías
y la lengua me tiene en sobresalto.
¡Piruletas: egregias chucherías!.