
El jefe del Estado español durante la jornada del 3 de abril de 1919 no resultaba ser precisamente un émulo de Lenin, sino Alfonso XIII; y el presidente del Consejo de Ministros, por su parte, tampoco era un fervoroso lector de las obras completas de Marx y Engels, sino el señor conde de Romanones. Bien, pues justo en esa fecha, el 3 de abril de 1919, el Reino de España se convirtió en el segundo país del mundo (el primero fue la Unión Soviética) que implantó por ley la jornada laboral máxima de ocho horas. Desde aquel entonces ha llovido mucho, pero no se ha acabado el mundo. Al contrario, la inmensa mayoría de las personas viven mucho mejor ahora que antes de que se instaurase la norma de las ocho horas.
¿Significa lo que estoy diciendo que se puede lograr que todos trabajen menos y, al mismo tiempo, que todos eleven su nivel de vida y de consumo? Sí, exactamente, eso significa. Pero hay un truco ( en Economía siempre hay algún truco), un truco que se llama productividad. Si, por la vía que sea, consigues aumentar la productividad, entonces se obra el milagro de ganar más trabajando menos horas. La mala noticia es que no existe ningún otro truco para conseguir ese objetivo. Nosotros, los contemporáneos, vivimos mejor que antes de 1918 porque la productividad ha crecido de forma exponencial durante los últimos 107 años, única y exclusivamente por eso.
Por tanto, la pregunta del millón es si ahora se puede reducir la jornada laboral a 37,5 horas semanales. Y la respuesta es clarísima: sí, claro que sí. ¿Y eso llevaría asociado que viviéramos mejor? Bueno, ahora la respuesta también se antoja clarísima: no, claro que no. ¿Y por qué no? Pues por otra razón sencilla, a saber: porque la productividad de la economía española sufre un estancamiento crónico. En consecuencia, si trabajamos menos, produciremos menos y, claro, también consumiremos menos. El asunto no esconde mayor misterio. ¿Por qué nadie se atreverá a subir a la tribuna del Congreso para exponer esa obviedad de cajón al pueblo soberano?
