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Del AVE a la red eléctrica: ¿la inevitable decadencia de nuestras infraestructuras?

En política, lo que se premia es el cortoplacismo y la espectacularidad. ¿Un nuevo colegio? O 50, los que hagan falta.

En política, lo que se premia es el cortoplacismo y la espectacularidad. ¿Un nuevo colegio? O 50, los que hagan falta.
Imagen de archivo de Óscar Puente en la nueva estación de Atotxa, en San Sebastián | Europa Press

Una de las diferencias más pronunciadas que existen entre el sector privado y el público reside en lo que podríamos denominar como la "evolución" de los proyectos en marcha. Es decir, no tanto los objetivos declarados o la forma en la que nacen (que también), sino hacia dónde se dirigen, y cómo lo hacen, una vez que arrancan. Cómo se organizan y planifican.

Cuando uno visita una empresa que está empezando, lo normal es que le sorprenda lo cutre que es. El mito del garaje suele ser más o menos cierto. Comienzas con lo mínimo y a partir de ahí vas creciendo. Al igual que muchas cadenas de tiendas, complejos hoteleros o universidades. Abres primero un edificio (o franquicia), analizas si el mercado te sigue, ves lo que funciona y lo que no. Y poco a poco vas mejorando. Si las visitas de año en año, lo que más te sorprende es la mejoría que percibes (eso quiere decir que les va bien; si no lo notas, malas noticias, lo normal es que termine desapareciendo).

Un amigo, por ejemplo, abrió una escuela privada y me contaba que lo hizo con el mínimo de cursos que le permitía la legislación. Y con las instalaciones al límite de lo necesario. Luego, poco a poco, fue ampliando la oferta según los primeros alumnos crecían y en función de lo que los padres demandaban: lógico, si te hablan de clases de música, el dinero de las primeras cuotas lo gastas en un sala con piano; si te preguntan por extraescolares deportivas, lo usas en unas canastas para el patio.

Enfrente, la impresión con el sector público es la contraria. Inauguración a todo trapo; y luego un proceso de constante empeoramiento, que a nadie parece importar mucho. Acudes a una instalación pública (ya sea un hospital o un oficina de Hacienda) al mes de su apertura y te llama la atención: todo nuevo, impecable, sin que falte un detalle... reluciente. Incluso, en muchas ocasiones, con sobrecapacidad. A partir de ahí, si vas de año en año, la sensación es de que todo va a peor. Sobre todo, se intuye la decadencia de los pequeños detalles, tan común en los lugares en los que nadie se preocupa realmente por aquello.

¿Es que los funcionarios son más descuidados que sus empleados en el sector privado? No lo creo. Como casi siempre, el problema es de información e incentivos.

Del AVE a la red eléctrica

Pensaba en todo esto leyendo las noticias de las últimas semanas sobre la falta de mantenimiento de algunas de nuestras infraestructuras críticas. Del AVE a las redes eléctricas, parece que estamos muy al límite en buena parte de las instalaciones de nuestro país.

El primer impulso lleva a señalar al Óscar Puente de turno. Y a recriminarle que pase más tiempo en Twitter que preocupándose de los temas de su ministerio. Algo de eso hay (no sólo con Puente, en general la cualificación profesional del ministro medio español se ha desplomado en las últimas dos décadas). Pero creo que erraríamos el tiro si nos fijamos sólo en eso. La decadencia del sector público es algo casi consustancial: lean ustedes las crónicas de la prensa británica sobre la situación del NHS (silgas de National Health Service) o vean alguna película francesa sobre las penalidades de un profesor en la escuela pública gala. Todos apuntan a lo mismo.

Lo primero, los incentivos. En política, lo que se premia es el cortoplacismo y la espectacularidad. ¿Un nuevo colegio? O 50, los que hagan falta. Y con todo lo que quepa en la foto. Polideportivo, sala de música, laboratorio, aula informática... El día que vayan por allí el consejero y el alcalde tiene que aparentar estar todo perfecto.

En segundo lugar, la información. Puede que los planificadores lo hayan hecho con la mejor intención posible. Incluso así, lo normal es que en algunos casos se pasen y en otros se queden cortos. En cualquier caso, esto es menos prioritario, porque es complicado que eso sea noticia en prensa. Problema: una vez inaugurado y presupuestado, el ajuste posterior es complicadísimo. ¿En realidad necesitaban más ordenadores y menos canastas (o al revés)? El director ya sabe que será un calvario conseguirlo.

Y por supuesto, está siempre la cuestión del presupuesto y las prioridades. Hablamos de la distancia que hay de los criterios económicos a los políticos. En una empresa saben que están sujetos a una ley de la gravedad que no perdona: la disciplina de mercado. Si te gastas dinero en cosas inútiles y luego no te queda para lo que reclaman los clientes, sufrirás en la cuenta de resultados. El mantenimiento, por ejemplo, es una de las decisiones más complicadas para cualquier directivo: sabes que no puedes dejar que aquello se venga abajo (pocas formas más seguras de perder clientes que la sensación de descuido), pero tampoco puedes derrochar en obras inútiles. Por eso, el sector privado se caracteriza por la prueba-error, el crecimiento paso a paso, la prudencia. Además, es una pista de una buena gestión: no invierta nunca ni en las compañías que despilfarran en enormes oficinas que no necesitan o en las que son incapaces de detener un deterioro excesivo. ¿Hay empresarios que planifican muy mal? Claro. Pero, como decíamos antes, el sistema depura esas malas prácticas.

Enfrente, el político siempre tiene la tentación de dejar para el próximo año (o para el que venga detrás) este tipo de gasto. Entre el anuncio de una nueva subvención o de una subida de las pensiones y mantener una carretera, ¿usted qué elegiría si fuera ministro o consejero?

Además, hay que reconocer que en España, ahora mismo, vivimos una situación compleja en todo lo relacionado con las infraestructuras. En la época de la burbuja del ladrillo se abrieron decenas de carreteras, aeropuertos, vías férreas... que quizás no necesitábamos. O no necesitábamos tan aparatosas. Pero las arcas públicas rebosaban y nadie se privaba de una buena inauguración. Ahora ya han pasado 20-25 años desde aquel momento y comienzan a verse las grietas (en muchas ocasiones, literalmente). A esto se le suma la presión presupuestaria en salud y pensiones (que irá a más). Y la falta de información de mercado sobre si cada una de esas infraestructuras era necesaria: ¿cerrar una línea de tren sin demanda? Suena muy sencillo, pero cualquier político sabe que sería demoledor en términos electorales.

Mientras tanto, los usuarios sentimos que lo que en algún momento nos enorgullecía (unas infraestructuras que estaban por encima de lo que podía esperarse de un país de nuestra renta media) ahora está en decadencia. Pues intuyo que todavía no hemos visto nada.

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