El campo español no se muere por falta de esfuerzo, ni por ausencia de innovación, ni por pereza de sus agricultores y ganaderos. Se muere —y lo denuncian sus protagonistas día tras día— porque Bruselas lo está ahogando con un exceso de normas, de papeles, de prohibiciones y de exigencias imposibles de cumplir.
La nueva Política Agrícola Común, en teoría diseñada para apoyar al sector, se ha convertido en una maraña burocrática que exige más horas de oficina que de tractor. Cualquier ayuda viene acompañada de controles, condicionalidades y sanciones que hacen inviable trabajar con tranquilidad. Y mientras tanto, los productos que llegan de fuera de la Unión Europea no están sometidos ni a la mitad de estas exigencias. Competencia desleal en estado puro.
El Pacto Verde Europeo y su estrategia "De la granja a la mesa" son otro ejemplo de manual de cómo legislar de espaldas a la realidad. Reducir pesticidas, fertilizantes o aumentar la superficie ecológica puede sonar bien en un despacho de Bruselas, pero aplicado sin flexibilidad en climas como el español significa caídas de producción, pérdidas económicas y, en muchos casos, abandono de explotaciones.
Por si fuera poco, la Comisión Europea sigue negociando tratados como el de Mercosur, que abriría nuestras fronteras a productos agrícolas producidos con estándares mucho más bajos. ¿De verdad se puede exigir al agricultor español que cumpla con la normativa más dura del mundo mientras se permiten importaciones a bajo coste y con menos garantías sanitarias y ambientales?
Europa ha convertido a los agricultores en burócratas, y al campo en un campo de batalla regulatorio. Si Bruselas no rectifica, no hará falta preguntarse quién acabará produciendo los alimentos que comemos: desde luego, no será el campo español.

