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Diana Molineaux

Despedida con coces

Bill Clinton cumple su promesa de trabajar hasta el último minuto y despliega una mezcla de hiperactividad y nostalgia con la que, más bien, ejerce su derecho al pataleo. Está probablemente afligido por marcharse sin un "legado" para los libros de historia: Ni ha conseguido el Premio Nobel de la Paz que tanto ha buscado, ni ha llevado la paz a Oriente Medio, ni ha "construido naciones" mandando tropas al África, los Balcanes o Haití, ni la calma reina en Irlanda del Norte, a pesar de los acuerdos de paz.

No sería muy grave para un presidente que prometió "centrarse como un rayo láser" en la política interna, si no fuera porque la historia recordará que por primera vez en 40 años la Cámara de Representantes volvió al control republicano. Y no fue un lapso, porque 6 años más tarde tanto el ejecutivo como el legislativo tienen mayorías republicanas, lo que no ocurría desde 1952.

Su otro timbre de gloria habrá sido el "impeachment" por la aventura, increíble por estúpida, con Mónica Lewinsky. Ni siquiera tiene el consuelo de sentar precedente: antes que él fue enjuiciado Andrew Jackson quien, igual que Clinton, resultó exonerado.

Se aferra, pues, al éxito palpable de la economía y va por el país repitiendo que se debe a su administración. Por si acaso alguien le recuerda que también actuó el organismo independiente del Banco Central, la disciplina de los legisladores republicanos, el dinamismo de los mercados y la revolución informática, tan sólo habla ante audiencias fieles, ante las que, además, puede echar coces a su sucesor republicano, diciendo que "solo ganó anulando los votos de La Florida".

Cuando no tiene audiencia, se dedica a poner pinchos en el camino de George Bush con un alud de órdenes ejecutivas que llenarán la cifra récord de 29.000 páginas y con algunas medidas tan mezquinas como poner en la matrícula de su coche "no taxation without representation", el lema de protesta de quienes quieren convertir el distrito federal de Washington en un estado más. Bush, opuesto como los republicanos a esta reivindicación, habrá de cambiar las placas y resultar aún más antipático para la mayoría demócrata de la ciudad.

Clinton no actúa en solitario: la secretaria de Estado Madeleine Albright se sumó a los comentarios insidiosos refiriéndose a "la segunda administración Bush", con una frase destinada a reducir al futuro presidente a un hijo de papá.

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