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Plinio Apuleyo Mendoza

La risa de Jojoy

¿Seré un aguafiestas? El hecho es que no comparto el alborozo del gobierno colombiano, ni el de la prensa o eso que llaman la comunidad internacional ante el nuevo acuerdo suscrito por el presidente Andrés Pastrana y el jefe de las Farc, Manuel Marulanda Vélez, alias Tirofijo. No creo que desemboque en breve plazo en algo que pueda hacer presentir el fin del largo conflicto armado en Colombia: un cese de fuego, por ejemplo; la suspensión de los secuestros y de los asaltos en ese pobre país mío. Me gustaría equivocarme, pero los hechos por desgracia acaban siempre justificando mi desconfianza. Puedo explicársela a cualquiera en dos minutos.

Dos semanas antes de que Marulanda y Andrés Pastrana se reunieran y acabaran firmando un acuerdo que le deja al primero su confortable zona de despeje tan grande como Suiza o como Bélgica y Holanda juntas, tuve la oportunidad de escuchar en Colombia una casette con una alocución dirigida por el jefe militar de las Farc, Jorge Briceño, alias Mono Jojoy, a los hombres que componen su estado mayor. Gordo, con unos ojos rasgados y un bigote que le cae, lacio y agreste, a los dos lados de los labios, Jojoy se parece extraordinariamente a uno de esos malvados bandoleros mexicanos que tantas veces hemos visto en el cine. Como a esos personajes de la pantalla, cuyo ídolo debió ser Pancho Villa, a él no le perturba el sueño despachar al otro mundo a cualquier cristiano. Desde los doce años, cuando entró a la guerrilla, su negocio es matar, y lo hace sin remordimiento, con la tranquilidad con que se come una patata asada.

En la grabación que le oí, no se anda con rodeos para explicarle a sus hombres que se olviden de la paz, ella no existe. “ Ni siquiera si llegamos al poder no habrá paz, porque entonces vamos a tener que echarnos plomo con los gringos y otras potencias. La palabra negociación no cabe”. En vez de paz, habla de intensificar los secuestros, piadosamente llamados por él retenciones, en especial de mujeres de la oligarquía, porque esas les duelen más a los enemigos. “Todos –dice volviéndose de repente sicólogo– queremos más a nuestra madre que a nuestro padre. Ahí es donde debemos golpear” ¡Diablos!, dice uno: si eso es lo que realmente piensa el jefe militar de las Farc, la paz de Colombia debe estar lejos.

Debió reírse detrás de sus espesos bigotes este tenebroso personaje viendo cómo, antes de iniciar su diálogo con Tirofijo, el presidente le regalaba a este campesino uniformado, con su cinturón repleto de balas y la inseparable pistola al cinto, una medallita de la Virgen que le había regalado el Papa. “Pídale que nos ilumine a los dos en busca de la paz de Colombia”, le dijo. “De pronto”, murmuró Tirofijo antes de sentarse a la mesa donde obtuvo lo que quería: la llamada zona de despeje, su actual santuario, por ocho meses más y la promesa de que el gobierno combatirá enérgicamente a los paramilitares. “Acabe primero con ellos para que después podamos nosotros acabar con ustedes”. Tal debió ser el deseo no expresado pero sí sentido por el jefe de las Farc. Hace tiempos que descubrió que las ilusiones de paz de un gobierno y de un país le sirven a su guerra.

El presidente de Venezuela Hugo Chávez ha debido entenderlo así también. En nombre de su inquietante “revolución bolivariana” sus amigos no son hoy precisamente los demócratas de cuello y corbata, zapatos lustrados y uñas limpias, sino personajes como Fidel Castro, Sadan Hussein, Kadhafi, los dirigentes indigenistas de Ecuador y Bolivia y, por supuesto, Tirofijo y Jojoy. A Chávez no le gusta la legalista y bien hablada clase dirigente colombiana: la oligarquía como él y los guerrilleros la llaman con una similitud de lenguaje que no es casual. “¿Medallitas de la Virgen?" Su risa y la de Jojoy deben ser también muy parecidas.

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