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Alberto Míguez

Embajador de Cuba en La Habana

Corre por los pasillos de la Cancillería el rumor de que el gobierno estaría a punto de relevar al actual embajador español en Cuba, Eduardo Junco, nombrado en abril de 1998, cuando la crisis entre Madrid y La Habana parecía irreversible tras la enésima provocación del régimen castrista y el rosario de insultos que Castro dedicó a José María Aznar.

El momento fue aprovechado por la oposición social-comunista para atacar al gobierno en la más depurada tradición de utilizar cualquier argumento, incluso los que afectan a la soberanía y dignidad nacionales, para llevar agua o votos a su molino.

El gobierno cubano movió también a los empresarios-negreros españoles (que basan su rentabilidad en Cuba en el trabajo esclavo) para que, con la inapreciable ayuda de un grupo de abogados ventajistas atacaran al gobierno, entonces minoritario, de Aznar con los nacionalistas de Pujol, siempre oportunos y puntuales en la pequeña traición y la gran comisión. Son historias del pasado imperfecto que suelen repetirse y sobre las que habré de volver si el tiempo lo permite.

El embajador Junco, modelo de Canciller independiente y desprendido, fue enviado por el empresario turístico Abel Matutes para que arreglara el rifirrafe cubano. Venía del Congo o de otro reino africano y tenía fama de expeditivo y discreto, aunque a veces la discreción se confunda con la docilidad y la cucamona con el o los tiranos. En el Palacio de Santa Cruz hay una larga tradición de alfombra y sumisión al tirano banderas de turno derivada tal vez de que el edificio fue en su tiempo cárcel de Corte.

Discreto y dócil sí fue desde luego el embajador Junco hasta el punto que algunas malas lenguas criollas y nacionales, cuando se refieren a Su Excelencia plenipotenciaria, añaden al tratamiento el título espurio, pero muy exacto, de embajador de Cuba en La Habana, hasta tal punto se identifica con las tesis y opiniones del tiranosaurio rex que aplasta al país desde hace más de cuarenta años. Dios los da y ellos se juntan.

Con diplomáticos así, el peligro de que las relaciones hispano-cubanas deriven hacia la querella o la diferencia es igual a cero, incluso cuando, como ahora, el régimen castrista y su escuadra mediática zahiere, calumnia, insulta, menosprecia y desprecia a la madre patria que el embajador representa o dice representar.

Nunca, en efecto, habían sido peores las relaciones entre los dos países y nunca tampoco el régimen dinosáurico de La Habana había descargado con más furia su resentimiento contra el gobierno español tras la “espantada de Panamá” hace unos meses, cuando Castro y sus sayones decidieron no firmar la resolución en la que se condenaba al terrorismo etarra, unánimemente rubricada por todos los países democráticos del continente.

Hay un tipo de diplomacia genuflexa que se suele confundir con la defensa a ultranza de ciertos intereses particulares más o menos inconfesables y que obtiene beneplácitos en las altas esferas porque no hace olas ni altera los cócteles bajo las palmeras. El alto escalafón está lleno de funcionarios discretos a los que se gratifica después con consulados palúdicos o embajadas de tronío, depende del empresario de turno que rija los destinos del Palacio de Santa Cruz.

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