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Plinio Apuleyo Mendoza

Crímenes sin Punto Final

Cada vez que viene a cuento el caso de los desaparecidos en Argentina, bajo la dictadura de Videla, no puedo dejar de pensar en Rodolfo Walsh. Estupendo periodista argentino, había sido reclutado por su compatriota Jorge Ricardo Masetti, el fundador de la agencia cubana de noticias Prensa Latina, para que se ocupara del departamento de reportajes y servicios especiales en La Habana. También yo trabajé allí, durante dos o tres meses. Era el primer año de la revolución, limpio y todavía fervoroso, y yo compartía con Rodolfo y con “Poupée”, su mujer, un apartamento en el edificio Focsa cuyas ventanas miraban hacia el mar.

Lo veo: flaco, tímido, con unos lentes de miope tras los cuales sorprendía uno de pronto, en los ojos azules, una chispa de humor. Siguiendo el ejemplo del propio Castro, se trabajaba hasta la madrugada en aquella Habana insomne, donde desde cualquier terraza se escuchaba el rumor de veinte orquestas salpicando la noche de ritmos tropicales. Terminado el trabajo, a las tres de la mañana, Walsh, Masetti, tal vez “Pajarito” García Lupo, otro gran periodista argentino, se sentaban a beber una copa de vino, a escuchar tangos y hablar de su tierra con mucho humor antes de irse a dormir, y yo los acompañaba. Me habían adoptado, recuerdo.

Aquel ambiente fraternal terminaría con la renuncia de Masetti y la toma no sólo de la agencia sino de todos los organismos del poder por parte del viejo partido comunista cubano, con la obvia anuencia de Fidel. Nos dispersamos. Tiempo después supe que Masetti había muerto en las montañas argentinas, al frente de un grupo guerrillero. En cuanto a Walsh, había regresado al Buenos Aires de sus nostalgias habaneras y formaba parte de cuantos intentaban organizar una resistencia a la dictadura militar. Y de pronto me llegó la noticia: detenido una noche por los organismos de seguridad, había desaparecido. Nadie supo más de él. ¿Torturado? ¿Asesinado y su cuerpo echado al mar? Seguramente. Desde entonces, los miles de desaparecidos en la Argentina, en aquella época terrible, se encarnaron para mí a la figura del amigo muerto, a sus ojos azules brillándole con una chispa de humor tras los lentes de miope.

De ahí que no pueda ser indiferente a la espectacular decisión del juez Gabriel Cavallo según la cual quedarían nulas las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida que exoneraron de culpas a más de mil militares argentinos. “No pretendo ser un Robin Hood”, dice el juez, y uno se siente inclinado a creerle que su preocupación es no dejar en la impunidad, por obra de una ley y de una supuesta reconciliación nacional, delitos de lesa humanidad.

De modo que los juicios a los dictadores y a sus jefes de policía y seguridad no pueden ser impugnados con argumentos de conveniencia política. Lo que no me parece lícito es que la balanza de esta justicia se incline de un solo lado, sin que se les tome cuenta nunca de sus atropellos y barbaridades a guerrilleros, terroristas y a dictadores de extrema izquierda como Fidel Castro. En nombre de una revolución de filiación marxista, se han cometido en Cuba y en el continente latinoamericano, incluyendo la propia a Argentina, hechos tan condenables como los que protagonizaron, en un momento dado, los militares de Chile, Argentina, Uruguay y Brasil. La justicia no puede ser severa con éstos y laxa con aquellos.

Infortunadamente, en el mundo de hoy, sólo los liberales denunciamos las dictaduras de un signo y del otro, las de derecha como las de izquierda, sin encontrarle excusas a ninguna. Si se juzga a Pinochet o a Videla, también se debería juzgar a Castro, en vez de abrirle los brazos en las cumbres iberoamericanas o verlo como el campeón de una valerosa lucha antiimperialista. Y a lo que ocurre en Cuba deberían dirigir también su mirada esos jueces intransigentes como Garzón o Cavallo a fin de que su rigor tenga una contextura ética invulnerable.

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