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Alberto Míguez

¿Fin del eje Madrid-Londres?

No por esperada la enésima crisis hispano-británica en torno a Gibraltar carece de importancia.

El ministro de Asuntos Exteriores, Josep Piqué, pudo comprobar el martes pasado durante su intervención ante el Congreso de los Diputados que, cuando una causa se plantea razonablemente y se manejan razones inteligibles para defenderla, se obtiene el apoyo generalizado y el consenso de todas las fuerzas políticas democráticas.

Así ha sucedido con la amenaza (más bien globo-sonda) del “ministro principal” gibraltareño, Peter Caruana, advirtiendo que su gobierno se aprestaba a reformar la Constitución de la colonia, incluyendo un capítulo donde se garantizaba el derecho de autodeterminación con vistas a un eventual cambio de status e incluso una futura independencia.

El asunto, con ser grave, merece pocos comentarios. Desde hace años, los gibraltareños intentan replantear su condición de colonia y convertirse en un ente autónomo; lo hacen tras haber conseguido, gracias al laxismo español, la autosuficiencia económica. Si alguna virtualidad tuvo –y la tuvo, sin duda– el cierre de la verja en los años sesenta fue, precisamente, que demostró la imposibilidad de la economía gibraltareña de sobrevivir sin el apoyo militar británico (la base era la principal “empresa” empleadora) y la tolerancia española hacia todo tipo de tráficos ilícitos, blanqueo de dinero y otras actividades delictivas que constituyen la base de una estructura económica y social cautiva y dependiente.

La apertura en 1983 de la verja sin restricciones ni condiciones fue una decisión polémica. El primer gobierno socialista la tomó sin reflexión mayor y, sobre todo, no la explicó adecuadamente. Al hacerlo, envió al Gobierno británico y a los propios gibrtaltareños un mensaje peligroso: España y los españoles ceden cuando se les presiona y reaccionan tarde, mal y nunca cuando se encuentran ante una situación inesperada.

En 1987, británicos y gibraltareños volvieron a lanzar un globo sonda a los, para ellos, pánfilos españoles al firmar el Foreing Office un acuerdo de uso conjunto del aeropuerto (instalado en un terreno disputado y que el Tratado de Utrecht no abarca). Fue un acuerdo que inmediatamente –por presiones de la colonia– se aprestaron a incumplir. No pasó nada, si acaso alguna protesta formal por parte española. El aeropuerto sigue ahí, para uso y disfrute de los gibraltareños y de la aviación militar británica.

La tercera falsedad se produjo con el llamado “proceso de Bruselas”, en el que Gobierno británico se comprometió a dialogar con el español una vez año como mínimo “sobre todos los asuntos pendientes, incluido el de la soberanía”. Ni que decir tiene que en todas las tentativas españolas de sacar durante las discusiones el asunto de la soberanía, el Gobierno inglés se negó en redondo a considerarlo y todas las propuestas para resolver el contencioso presentadas por los ministros Morán, Fernández Ordóñez, Solana y Matutes fueron directamente a la papelera.

José María Aznar cometió el error de creer que su relación “personal y familiar” con el primer ministro británico, Tony Blair, podría ayudar a la resolución del contencioso y potenciar el papel de España en Europa. Ahora advierte que se equivocó y que el “eje” formado a partir de esta relación era pura filfa.

Decía el otro día el ex comisario europeo Manuel Marín, actual portavoz socialista de Exteriores en el Congreso, que el intento de establecer una eje Madrid-Londres en el seno de la Unión Europea moría con la malhumorada intervención del ministro Piqué anunciando medidas estrictas si se reformaba la Constitución gibraltareña. Horas después, Aznar incidía en el mismo tema con idéntica fuerza en una entrevista con la cadena Cope. El “eje” ha estallado en mil pedazos. Total, para lo que sirvió.

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