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Alberto Míguez

El príncipe Asad

Bashar El Asad, huésped desde hace unas horas de los Reyes de España, ha llegado a Madrid con un objetivo tan ambicioso como, por ahora, utópico: aproximar a su país, aislado durante muchos años, a Europa. España es el primer país no-árabe que visita el joven "monarca republicano" desde que hace seis meses, sucedió a su padre Hafed El Asad, un dictador implacable y taciturno que durante treinta años gobernó a sangre y fuego, colonizó el Líbano y exterminó toda oposición, ya fuese democrática, islámica o simplemente nacionalista.

Bashar ha promovido hasta ahora modestas reformas. En Siria, dicen, se respira cierto aroma de libertad, aunque los cocodrilos del partido único, Baaz, y los generales alauitas (el régimen de Hafed El Asad era de carácter clánico y la secta de los alauitas controlaba y sigue controlando todo el aparato del Estado) hacen todo lo posible para que las reformas políticas y económicas sean modestas y controlables.

A Bashar le gustaría que los europeos jugaran cierto papel en la resolución del conflicto mesoriental. A los europeos también les gustaría jugar ese papel. Pero uno y otros saben que ni Israel es favorable ni Estados Unidos abandonaría voluntariamente el papel hegemónico que sigue representando en la región. También le gustaría al joven "rais" (caudillo) que la tecnología europea y las inversiones alemanas, francesas, italianas y tal vez españolas fluyeran con más entusiasmo. Claro que para eso debería clarificar de antemano el panorama legal vigente, tan confuso como sujeto a todo tipo de arbitrariedades.

Algunos países europeos -entre ellos España- ven con interés el incipiente proceso de privatización que se ha iniciado en Siria, pero esperarán hasta que el horizonte se aclare y se conozca con exactitud qué sectores van a ser privatizados y cuáles tienen algún interés.

Bashar, al igual que otros dos jóvenes monarcas (el de Jordania y el de Marruecos) está metido en una misión tal vez imposible: intenta reformar un régimen basado en principios indeclinables y cuya perennidad se basa en la represión interna, la corrupción de las élites políticas y militares, un socialismo panárabe tan caduco como incomprensible y la amenaza permanente de Israel, que ocupa todavía una parte del territorio nacional sirio. A todo esto conviene añadir el descontento progresivo de la juventud (el crecimiento vegetatitivo de la población es en Siria uno de los más elevados del planeta), un ejército de ocupación en país extraño (35.000 soldados destacados en Líbano) y la enemiga de ciertos vecinos nada recomendables como Saddam Hussein.

En suma: demasiado para el joven príncipe sirio y muy poco para las expectativas creadas tras el fallecimiento de su progenitor.

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