Dice el historiador Paul Johnson que “los sesenta fueron una de esas engañosas décadas en las que se consideraba la novedad como lo más importante y se bendecía en particular a los jóvenes. Hombres y mujeres por lo general circunspectos, que alguna vez habían hecho de la prudencia una virtud, y que más tarde volverían a retomar una conducta responsable, cometieron estupideces durante esos años. En la historia, esas oleadas de tontería reaparecen periódicamente”. En España, los sesenta fueron adormecidos por la dictadura, turismo y seiscientos; y la generación de la transición fue bastante prudente, así que, sin catarsis, la estupidez patria se reparte en elevadas dosis a lo largo del tiempo. Una de sus formas más constantes es el antinorteamericanismo.
La consideración de una nación que salvó la libertad por dos veces en el siglo pasado como enemigo era de una lógica interesada para el totalitarismo soviético, pero su mantenimiento tras el final de la guerra fría parece inercia y empecinamiento. Tal sentimiento no ha nacido con Bush Jr. ni morirá con él, ni depende de la firma del protocolo de Kyoto ni de la extinción de la pena de muerte, pues se manifestó en niveles delirantes en el caso Elián, donde la prensa española –salvo la honrosa excepción en donde se publica este artículo– mostró cuánta pasión puede levantar un tirano como Castro, por antiyanke, a pesar de ser uno de los más fervorosos practicantes de la pena de muerte. Las ruedas de prensa de Castro suelen terminar entre aplausos de los “asépticos” periodistas hispanos.
Aunque acentuada en España, la paranoia antinorteamericana aqueja a la Europa salvada en Normandía e impulsada por el Plan Marshall, quizás porque favores de tal calibre generan sentimientos encontrados. La reticencia al ahora llamado “escudo antimisiles” parecería nostalgia de la guerra fría si no estuviera tamizada de ese antiamericanismo subliminal. La Iniciativa de Defensa Estratégica, SDI o guerra de las galaxias, lanzada por Ronald Reagan, como superación de la vieja doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada, llevó al colapso definitivo de la URSS por su intento de competir frente a la ventaja de la avanzada tecnología norteamericana. Es decir, ha producido ya importantes consecuencias a favor de la libertad. Exista o no amenaza, la seguridad es un bien deseable. Además, la hipótesis de un estado “gamberro” o terrorista, o a una confluencia de movimientos terroristas, capaces de desarrollar armas de destrucción masiva, no pertenece al terreno de las fantasías, sino al de las previsiones que ha de despejar la prudencia. Dotarse de una defensa antimisiles pertenece a la plena lógica de un mundo nuclearizado.
Lo deseable sería que tal escudo fuera OTAN y no sólo protección del suelo norteamericano. La imagen de Estados Unidos como una potencia agresiva pertenece al mundo de las alucinaciones de la estupidez antinorteamericana. Europa suele salvarse porque los Estados Unidos no suelen hacer caso de tanto columnista dispuesto a enmendarle la plana al Pentágono, al complejo industrial-militar, a la Casa Blanca y a la conjuración judeo-masónica norteamericana.

El antiamericanismo como estupidez
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