La identificación entre paz e independencia es, además, de una falacia, uno de los remedos más ostensibles de la utopía nacionalista, de su quimera, de su imaginario, como suele decirse ahora en lo políticamente correcto. El nacionalismo al establecer una ortodoxia no tiene límites de moderación. Es, para entendernos, un proyecto totalitario situado bajo la pulsión de la pureza absoluta, del simplismo completo, del canon estricto. De hecho, venimos asistiendo desde hace décadas a una “guerra civil” dentro del nacionalismo que, con frecuencia, se dirime a costa de las vidas de los constitucionalistas.
El trágico asesinato de los dos ertzainas, con el añadido del dolor generado en dos familias truncadas, es además el preludio del genocidio que conllevaría una intensificación del proceso independentista. Hay algunos datos altamente significativos: uno de los ertzainas, por seguridad, vivía en la provincia de Burgos. Ese simple dato pone en evidencia el clima de inseguridad en el que está instalada la sociedad vasca. Está dicho todo cuando es la policía la que precisa protegerse. No es, además, una excepción, sino una conducta tan sensata como generalizada. El seguimiento de los dos agentes se ha hecho muy probablemente desde una sede cercana de Batasuna. Al margen de retóricas políticas, a las que el PNV es tan aficionado, eso era lo que pensaban en común en la comisaría de Beasain, desde donde llamaron la atención sobre la falta de seguridad que representaba dirigir el Tráfico con una Herrikako taberna a la espalda. Una confirmación más de que la situación de legalidad del grupo proterrorista Batasuna es la coartada para los comandos de información de Eta.
La independencia no es una marcha hacia la paz –eso forma parte de la utopía, es decir, de la mentira–, lo es hacia la intensificación del conflicto. Es lamentable que el PNV en vez de renovar sus ideas, mantenga en huida hacia delante, los errores centenarios de Sabin Arana.

El imaginario nacionalista
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