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Javier Rubio Navarro

Un virrey inepto

Con mucha frecuencia se repite aquella nadería que se le ocurrió a Azaña de que el museo del Prado es más importante que la república y la monarquía juntas. Aparte de que compara peras con olmos, la ocurrencia apenas significa nada, pues el museo es esencialmente fruto del coleccionismo de nuestros reyes, y lo único que se le ocurrió a la república fue hacer director a Pérez de Ayala, que no tenía ni idea ni le interesaba más que aparentar.

El caso es que uno de los motivos de mayor orgullo para los españoles es, por fas o por nefas, también una fuente continua de líos. Antaño, como quien dice hasta antesdeayer, los artículos sobre el abandono en el que se hallaba nuestra primera pinacoteca por culpa de la desidia de las autoridades llegó a ser casi un subgénero costumbrista. Hoy, para bien y para mal, las dolencias de nuestro museo vienen del extremo opuesto. Desde que cayó en manos del estado sobreprotector de la cultura, es tanto el bien que le quieren infligir que raro es el día que no cruje por alguna parte y le da un soponcio al responsable de turno.

Mientras lo hubo, fue el mayor motivo de inquietud para el ministro de Cultura. Cuando no eran las goteras, era una sesión fotográfica en las salas, la administración del legado Villaescusa, o las declaraciones de algún conservador –los había de una gran locuacidad– o de un miembro del comité o del patronato que sacaba a la luz algún trapillo sucio. Todo esto ocurría con el PSOE. Llegó el PP, asumió las poco meditadas decisiones de Carmen Alborch sobre la ampliación, y el presidente Aznar cifró en ellas uno de los blasones de su era. Miguel Ángel Cortés creyó encontrar a la persona adecuada para dirigirlo en Fernando Checa, un estudioso trabajador, discreto, obediente, pero ayuno de cualquier experiencia de gestión. Pronto se vio que su talla no estaba a la altura de lo que de él se esperaba.

Alguien debió pensar que había dado con la piedra filosofal cuando, al fallecer Fernández Ordóñez, se pensó en nombrar un presidente del Patronato que fuera realmente ejecutivo, cosa que nunca antes había existido a causa de la dependencia casi absoluta del ministerio y de los designios de la presidencia. Y para ese nuevo cometido se encontró a un hombre de notable, acaso excesiva, personalidad, un funámbulo de altos vuelos que acababa de dejar el ministerio de Defensa y se hallaba en espectativa de un nuevo y alto destino, don Eduardo Serra.

La idea parecía buena. No había que destituir al devaluado director, se le suponía una enorme capacidad para realizar cualquier cosa y para atraer lo justo la atención de la prensa, dejando a la ministra tranquila por ese flanco, que bastante tenía con la reforma de la universidad y otros asuntillos semejantes. El señor Serra, sin darse cuenta de que había cambiado su destino, se tomó la reforma del museo como si de la del Ejército se tratara. Pero cada paso que ha dado ha sido una metedura de pata, y lo suyo en el Prado ha sido cualquier cosa menos un paseo militar.

Fue tal el estrépito que originó con su ocurrencia de encargar al Boston Consulting unos planes de los que carecía, que tuvo que ser llamado al orden, obligado a replegarse, a refrenar sus ímpetus, para que el tiempo y los consensos hicieran digestibles sus descabellados propósitos. Pero nuestro hombre no ceja. Le atraen los focos más que a las polillas. Su última hazaña es la de haber entrado frontalmente en colisión con el director. Y con tanto ímpetu ha arremetido contra Fernando Checa, que lo ha dejado literalmente en la calle. Con lo que le ha hecho un flaco servicio a la ministra, al desaparecido secretario de Estado de Cultura y al propio presidente, hace tiempo alejado del que hace años fuera su empeño más personal.

Es posible que el proyecto de ampliación del Prado supere todos los obstáculos y rechazos que despierta y la obra quede lista al acabar la legislatura, para que el presidente Aznar se cuelgue la medalla. Cabe incluso que se encuentre un nuevo director dispuesto a trabajar a las órdenes de un presidente ejecutivo del Patronato. Pero el museo fundado por Fernando VII no se merece ni puede resistir durante mucho tiempo más a un inepto como el señor Serra al frente.

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