Es el PNV el que está en una delicada situación después de las elecciones del 13 de mayo. El PSE lo que ha hecho es uno de esos curiosos procesos de suicidio colectivo que de tanto en tanto se dan en los partidos. En el caso de la izquierda española esas pulsiones son casi una constante desde que perdió el poder. Por ejemplo, en la Comunidad Valenciana raro es el día en que no hay una noticia de un histórico o un histérico pasando al grupo mixto o abandonando la vida pública.
En relación con el proyecto nacional, el caos actual no es más que la herencia de un permanente seguidismo respecto al PNV. Desde antes de la transición, ante el descalabro teórico y práctico del marxismo, la izquierda española se situó como fuerza cipaya de los partidos secesionistas, como búsqueda de una alternativa totalitaria para llenar el vacío y como forma de lavar sus complejos de culpa, situando al nacionalismo como referencia antifranquista, lo cual además de ser muy discutible, es en cualquier caso inconsistente porque combatir una dictadura para imponer otra carece de altura moral. Las dictaduras son todas ellas malas.
Las propuestas de Patxi López, Jesús Eguiguren, Ramón Jáuregui y Odón Elorza no representan novedad alguna. La colaboración con el PNV no es un experimento inédito. Al margen de que resulta kafkiano un partido nacional desde el que se defienden posturas independentistas, el PSE ha sido el comparsa del PNV durante catorce años. No ha habido experimento más continuado y más fallido en la política española, salvo que su finalidad sea la citada, que el PSOE sea la coartada para destruir España. A ello se viene oponiendo con ejemplar firmeza la sociedad española y aún más esa parte del todo que es la sociedad vasca, pues esa defensa de la libertad se hace en el País Vasco en medio de brutales coacciones y de riesgos terribles para la vida, perpetrados por nacionalistas en nombre del nacionalismo. Zapatero ha empezado a hacer de nuevo seguidismo del PNV. Es patético. Han tropezado catorce años con la misma piedra.
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