La violencia religiosa en la India, con asesinatos en masa entre turbas de islamistas y de hindúes, muestra el desastre que representa el multiculturalismo y su deriva hacia el conflicto en unos términos de especial crueldad. La realidad de forma constante –y trágica– viene mostrando la evidencia de que el multiculturalismo es un factor de violencia y un enemigo de la sociedad abierta, pues la idea de culturas cerradas en sí mismas, mediante esquemas tribales en los que el hombre es prisionero de su propia cultura, y precisa responder a una identidad esencialista mediante el establecimiento de enemigos, se contradice con la de individuo y ciudadanos que son consustanciales a la democracia.
Que por reconocer la realidad y mostrar la evidencia, Miguel Azurmendi esté siendo convertido en el nuevo objetivo de la carcundia izquierdosa (nunca se ha pervertido tanto el concepto progresista, tan liberalizador, que en boca del búnker postmarxista) viene en demérito no de su persona, ni de sus ideas, sino en el de la izquierda. En materia de inmigración, conviene recordar que las oleadas de desheredados son la consecuencia del fracaso de las doctrinas colectivistas y tribales que el socialismo puso en práctica en los países tercermundistas y que aún proclama con suicida frivolidad en foros como Porto Alegre.
También es preciso apuntar que la Ley de Extranjería de 1998, promovida por el PSOE frente a la mayoría minoritaria del PP, ha sido un completo desastre, y será una de las cuestiones que les pasará factura electoral, porque rompió la relación mínima, de sentido común, que debe existir entre inmigración y trabajo, si no se quiere abrir las puertas a los delincuentes internacionales, como ha sucedido, o generar una marginación ambulante que ha de sobrevivir mediante al delito, hasta irse organizando en mafias. Ya tenemos un tercio de la población reclusa de origen extranjero. Los complejos de culpa que llevan a que la Justicia española no expulse a casi nadie –uno de cada diez de los pocos que la Policía pide– hace que se llegue a ese contrasentido de que la salida de la circulación de una buena parte de la inmigración irregular es hacia las prisiones.
Pero la consecuencia más negativa ha sido que la inmigración está dando lugar a procesos conflictos de multiculturalismo, con aparición de getos excluyentes. En la revista ÉPOCA vengo reflejando la experiencia alicantina, que confirma y amplifica los críticos comentarios de Azurmendi. La cuestión no es la integración, como se repite, sino la convivencia. Es decir, el respeto al Estado de Derecho y la vía de los derechos personales del ciudadano. El respeto a las leyes y a la Constitución es el mínimo exigible a cualquier inmigrante, y no se entiende como tal cuestión ha sido obviada en nombre de supuestos buenos sentimientos que sólo consiguen complicar las situaciones. Los inmigrantes desconocen, de esa forma, las bases del sistema democrático español, sus leyes y los principios de su Constitución, y en esos getos incipientes se trata precisamente de vivir al margen, con manifestaciones tan claras como la discriminación de la mujer entendida como principio religioso superior a la igualdad de sexos constitucional. Jurar la Constitución a la entrada en España parece una postura lógica para establecer el mínimo de conocimiento y respeto al consenso social subyacente.
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