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Alberto Míguez

¿Fin de la “pax americana”?

Quienes durante los últimos meses acusaban a Estados Unidos de desinterés e incluso indiferencia por lo que sucedía en Oriente Medio, harían muy bien ahora revisando aquellos reproches. Nunca la diplomacia norteamericana se había mostrado más dinámica para lograr una solución al conflicto: el número de personalidades de la Administración Bush que han viajado a Jerusalén o a Ramala —incluido el vicepresidente Cheney— es considerable, las reuniones celebradas entre los diversos enviados especiales americanos con Sharon y Arafat superan la decena. Y, sin embargo... la paz no llega ni se logran establecer compromisos entre los dos beligerantes.

Cada vez que un acuerdo está a punto de alcanzarse tras muchas idas y vueltas de los diversos mediadores, amables componedores o enviados especiales europeos o americanos, se produce un atentado a la bomba o un tiroteo que inmediatamente es respondido por Tsahal (el ejército israelí) y se generan nuevas víctimas que a su vez azuzan a quienes esperan el “martirio” por inmolación.

Es el cuento de nunca acabar. Hay desde luego fuerzas en ambas partes que no desean un compromiso de paz. Sobre todo entre los palestinos, existen grupos perfectamente organizados, armados y motivados dispuestos a que esta paz no llegue nunca. Grupos que Arafat no controla o, tal vez, no quiere controlar aunque acepte con la boca pequeña todos los compromisos que los diversos visitantes le proponen para olvidarlos o simplemente romperlos cinco minutos después.

Sin menoscabar las responsabilidades del primer ministro Sharon y de sus colaboradores, está claro que por parte palestina no hay verdadera voluntad de parar la masacre. Cada vez que se propone un proyecto global de pacificación que presupone la aceptación de un Estado palestino independiente y la retirada de los territorios ocupados por parte israelí (dos exigencias muy duras de tragar por los “duros” que gobiernan) Arafat o cualquier de sus colaboradores saca de nuevo el tema de los refugiados (4 millones) y su “derecho al retorno” una condición previa para cualquier acuerdo.

Sucede, sin embargo que no hay político en Israel que pueda aceptar esta condición previa para la paz. El regreso o reinstalación de esos cuatro millones de refugiados acabaría con el Estado hebreo en unos meses. Reiterar en las actuales circunstancias el regreso de tantas personas a unos territorios escasos y controlados militarmente por Israel es simplemente un subterfugio para impedir que el diálogo entre los dos contendientes conduzca a alguna parte.

En Estados Unidos, y sobre todo en Europa, se ha creado en los últimos días un mito pacificador con el Plan de Paz saudí que debería alcanzar la apoteosis en la Cumbre Árabe de Beirut (a la que Arafat se niega a concurrir bajo las condiciones exigidas por Israel) y abrir el camino para un diálogo sin cortapisas.

A estas alturas, sin embargo, conviene ser cauto o, si se prefiere, decididamente pesimista. Este Plan ofrece el reconocimiento del Estado de Israel por todo el mundo árabe —algo que este Estado no necesitó para nada en los últimos treinta años— a cambio de la proclamación del Estado palestino independiente y... el regreso de los refugiados. Más de lo mismo. Pero no garantiza la seguridad para el Estado judío y sus habitantes, condición previa e irrenunciable para cualquier negociación. El margen de maniobra es, pues, muy estrecho y, una vez más, lo que se pretende es ganar tiempo.

Resulta cada vez más ilusorio que Estados Unidos pueda imponer su “pax” como en otras épocas. Faltan interlocutores y un compromiso claro. Pero falta, sobre todo, voluntad política.

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