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En otros tiempos, la palabra "derechos" tenía un sentido profundo y muy serio. Hablar de derechos era abanderar lo mejor del ser humano. Todavía hablamos de "derechos fundamentales" y se nos llena la boca. Pero ahora, cuando aparece el tema de los derechos de autor, no van por ahí los tiros. Cualquier discográfica, empresa de software o e-comercio que le hable de derechos, lo que quiere es que usted le pague por algún concepto.

Tenemos que pagar "derechos" para tener el "derecho" de comprar un CD, o usar un programa de ordenador. Probablemente solamente la palabra free (que en inglés significa tanto gratis como libre) se presta a una doble interpretación tan paradójica. A lo mejor lo que nuestro nunca bien ponderado presidente quiere decir con eso del Estado de Derecho es precisamente eso: un lugar en el que los ciudadanos son poco más que usuarios. Tiene usted todas las protecciones que marca la Constitución, pero a condición de que abra la cartera y afloje la mosca. Y teniendo en cuenta que en las oficinas públicas ya no se puede ni pedir la hora sin rellenar un formulario (que tienes que pagar por anticipado), a lo peor no voy tan desencaminado.

Ahora que la burbuja de Internet es ya un eco pasado, parece que alguien ha descubierto la solución mágica para reactivar la economía digital. Nada de vender artículos materiales, ni de exportar vino del Penedés a Sudáfrica o comprar sillas de mimbre directamente al fabricante malayo. Tampoco sirven los beneficios por anuncios y banners, que eso son habas contadas. Lo que da dinero ahora es el invento de los derechos. Hagamos un producto y comercialicémoslos, pero sin venderlo. En lugar de adquirirlo, el usuario solamente recibe una licencia de uso. Parece lo mismo, pero es la misma diferencia que hay entre viajar por una autovía y por una autopista de peaje. En el primer caso, la autovía te pertenece (como infraestructura propiedad del Estado), en el segundo no tienes más que la autorización para viajar por ella.

Por eso a los defensores de los "derechos de autor" lo que realmente les pone a tope es la venta de derechos. No quieren que se cobre por comprar un disco, sino por cada vez que se reproduzcan las canciones. Total, para qué molestarse en hacer copias de un disco, distribuirlas y venderlas, si no hay más que sentarse y poner la mano cada vez que una canción se toque en cualquier lugar del mundo. Fíjense si no lo que están sacando de los tonos de los móviles. Y si pudieran cobrar cada vez que suene el teléfono con la melodía correspondiente, ni te cuento.

Saben, cuando no me gamberreo por estos lares, me dedico a la investigación científica. Hubo un tiempo, no hace mucho, en que las revistas te pagaban por publicar artículos. Luego cambiaron de idea, y supusieron que el mero hecho de tener publicado algo en Applied Optics o en Nature ya era suficiente recompensa para tu curriculum. Luego te hacen firmar un documento cediéndoles prácticamente todos los derechos de reproducción. Ahora algunas de esas revistas ¡cobran al autor por publicar! Y por supuesto, venden la revista a los demás investigadores, incluyendo copias electrónicas.

El truco de los "derechos" funciona tan bien que estoy considerando imponer un canon al estilo discográfico. A partir de ahora, todos los lectores de esta columna sean tan amables de ingresar una cantidad –a determinar– por cada vez que lean mis artículos, incluyendo el canon por reproducción mental (es decir: cada vez que lo recuerden, a pagar) y oral (nada de comentarlo con los amigos sin pasar por caja). Lo malo es que a lo peor mi redactor jefe se aplica el cuento y me cobra por publicar. Jo, qué complicado. Creo que le voy a dar un toque a mi amigo Salvatore, a ver si me inspira.



Arturo Quirantes edita la página Taller de Criptografía.

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