Defendí, en su día, la intervención militar británica tras la ocupación de las Malvinas por los soldados de la dictadura militar argentina. Sin un instante de duda y aun antes de que la decisión de Thatcher fuera manifiesta: frente a gentuza como los espadones de la Junta, el más conservador de los políticos constitucionalistas europeos contará siempre con mi apoyo.
Me supuso esto algún conflicto personal con viejos amigos que esgrimían la condena del “intervencionismo imperialista” en América latina. Pero yo nada tengo contra el intervencionismo. Una adecuada injerencia aliada, en 1945, me hubiera ahorrado negros años de infancia y juventud bajo la mugre franquista. Odié a los aliados, durante décadas, por no haber intervenido. Y supe, desde el instante mismo en que los asesinos de la Junta Militar anunciaron su ocupación de las Falkland, que el envite iba mucho más allá. Nadie se mata por un pedrusco estéril y congelado. Eso es siempre la pantalla que oculta otra cosa. Esa otra cosa era transparente entonces: de no haber respuesta militar británica, el delirio patriótico propiciado por los militares perennizaría la dictadura para un largo plazo; si Thatcher recuperaba las islas, la derrota militar se llevaría por delante a los dictadores. No hacía falta ser profeta para saber eso. Sucedió. Por supuesto.
No hay, en la aventura militar del hijo del genocida Hasán sobre el desértico islote de perejil, una lógica que sea distinta de aquella de los espadones bonaerenses. De su padre, el joven déspota aprendió lo que pasa cuando un adversario es lo bastante débil como para ser vencido sin disparar una bala. La marcha verde es la mayor vergüenza militar española de la segunda mitad del siglo XX. Y de aquella vergüenza se forjó el blindaje de la tiranía alauí en las tres décadas que siguieron. No hace falta tampoco ser profeta para saber lo que hubiera sucedido si el ejército español hubiera cumplido con su deber y hubiera laminado a los súbditos del sultán: la catástrofe del teócrata.
Pero eran otros tiempos. La guerra fría imponía su lógica. Y Estados Unidos prefería apuntalar al más corrupto de los reyezuelos en ejercicio, a cambio de contar con su respaldo en las operaciones contra la expansión soviética en el Magreb. Hasán lo sabía. Y eso, junto a la descomposición del pos-franquismo, le permitió jugar sin riesgo alguno de derrota.
Todo eso se acabó en 1989. Junto con el imperio soviético.
¿Qué es hoy el joven tirano? La corrupta cabeza de un régimen casi universalmente despreciado. Por su incompetencia venal cuanto por el perfecto desprecio de cualquier regla de juego mínimamente democrática. Sin guerra fría, tras la cual parapetarse, el tal sultán Mohamed es menos que un cerril caudillo de aldea. Que sobrevive gracias a las ayudas económicas internacionales; muy especialmente, gracias a la absurda –debería quizá escribir masoquista– caridad española.
De los dos factores sobre los cuales triunfó la marcha verde –y, con ella, la consolidación del déspota–, el principal, la guerra fría, ya no existe. Queda por ver si el otro, la pusilanimidad española, sigue siendo tan letal como en el año 1975.

Jaque a Mohamed
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