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Si delitos como los cometidos por Mario Conde en Banesto fueran castigados con la misma severidad por los jueces españoles, la sentencia de veinte años que le ha impuesto el Supremo sería tan dura como justa. Pero cuando vemos que al presunto beneficiario de los trescientos millones del delito, Adolfo Suárez, se le cree bajo palabra que no ha recibido un duro, aunque no haya razón para que Conde mienta sobre ello ni se haya encontrado rastro de ese dinero en su poder; y cuando vemos que todo lo que no se investiga sobre el ex-presidente del Gobierno se castiga en su entonces amigo y protector, tenemos la vehemente impresión de que uno paga de más lo que al otro se le perdona. O sea, dos arbitrariedades para tapar la del personaje principal.

Y cuando esta condena de Conde se produce el mismo día en que los jueces del CGPJ absuelven a sus colegas sindicados por el escandalazo del “narco volador”, tras haber perpetrado el evasor fiscal Bacigalupo otro recital de jurisprudencia a la medida, pero esta vez a la inversa, disculpando en los jueces voladores todo lo que culpó en el juez Liaño, y con no menor arbitrariedad, entonces, la verdad, un rictus de incomodidad casi física, una verdadera náusea moral se apodera de nosotros.

Y cuando vemos jalear la sentencia a los mismos socialistas –o a sus mozos de estoques– que jaleaban el despilfarro de Banesto para tapar micrófonos estridentes y cerrar televisiones incómodas para el Gran Poder corruptor del felipismo; y cuando hemos visto que el subgobernador del Banco de España que jugó a intermediario en la compra de acciones de Conde antes de decretar la intervención se retira en loor de multitud, como Conde en la Complutense; y cuando tenemos casi la certeza de que los banqueros que en las mismas fechas se llevaban también al extranjero el dinero del Bilbao o del Vizcaya continuarán adornando con su presencia la Academia de Ciencias Morales y Políticas, mientras Conde se pudre en la cárcel; y cuando vemos sin juzgar a Villalonga, y a tantos otros, no mucho peores que Conde; y cuando vemos que a los que lo utilizaron en su día y son mucho peores que él, porque duran más, la Justicia no osa tocarles ni la orla de su vestido contable; y cuando una y otra vez vemos a los jueces convertidos en comparsas de los partidos políticos y a los políticos en creadores y criadores de jueces, entonces, esta asombrosa y sobrevenida severidad del Supremo, el tribunal de Bacigalupo, no produce precisamente alivio ni tampoco tranquilidad. Más bien cierto mareo, algo así como ganas de vomitar.

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