Fuentes cercanas al presidente del Gobierno afirman que José María Aznar deseaba que la boda de su hija no fuera un espectáculo mediático, y que, por tal motivo, está “molesto”. La ejecutoria del padre de la novia en sus años al frente del Partido Popular y del Gobierno, en completa consonancia con su personalidad austera y poco inclinada al excesivo protagonismo y al boato, son motivos suficientes, en principio, para creerlo.
Por ello, precisamente, resulta incomprensible el aparato propio, de las bodas reales o de las de la alta nobleza, con que el evento se ha celebrado. Mil cien invitados, la gran mayoría no precisamente de la clase media, desfilaron por el patio de la Basílica escurialense. Miembros del Gabinete, máximos representantes de las instituciones del Estado, jefes de estado y de gobierno extranjeros como Berlusconi, representantes del poder financiero –algunos, como Ybarra, con causas judiciales pendientes, no precisamente de los más dignos–, iconos de la beautiful people de ayer y hoy –como Boyer, responsable de la expropiación de RUMASA, y su mujer, además de Alberto Cortina– y estrellas del espectáculo como Julio Iglesias acudieron a la ceremonia, cuyos invitados de honor fueron sus majestades los reyes.
Podrá decirse, ciertamente, que se trataba de un acontecimiento privado desprovisto de toda intención política, en el que los asistentes acudieron en calidad de amigos de la familia. Pero es difícil de creer que personajes como Miguel Boyer, Isabel Preysler, Emilio Ybarra o Alberto Cortina se puedan contar entre los amigos de la familia Aznar. Y si lo son del novio, es un enigma cómo José María Aznar pudo elegir y mantener como estrecho colaborador y asesor personal a alguien con semejantes amistades, –entre las que se cuenta Berlusconi, otro asistente con causas judiciales pendientes– añejas o adquiridas al calor del poder.
Es comprensible que un padre que vaya a casar a su hija desee que la ceremonia sea todo lo maravillosa y brillante que su estatus y condición le puedan permitir. Sin embargo, el estatus de la familia Aznar, por lo menos antes de llegar a la Moncloa era el típico de una familia de la clase media. El “síndrome de la Moncloa”, que ha afectado a todos los jefes de Gobierno de la democracia, parece haber hecho mella en el presidente, quien quizá ha olvidado que las victorias electorales en España –y en la mayoría de los países de nuestro entorno– dependen de un sector del electorado muy concreto: ese 15-20% perteneciente a la clase media que no puede sufrir con paciencia el ser gobernado por un partido que sospechen prisionero del glamour de la “gente guapa”.
Por tal motivo, es perfectamente comprensible que los altos cargos del PP, conscientes de lo difícil que ha sido transformar la imagen de un partido que se asociaba –con o sin razón– con los intereses de los ricos y los privilegiados en una formación que pretende representar a las clases medias españolas, estén profundamente decepcionados con una exhibición de poder e influencia –tan innecesaria como molesta– que pueden ser muy perjudiciales para el futuro electoral del partido. El tiempo dirá si este acontecimiento afectará al aún desconocido sucesor de Aznar y al centrorreformismo que este último pretende cocinar y divulgar desde su futuro retiro en FAES, o será recordado únicamente como un humano y comprensible desliz del, quizá, mejor jefe de Gobierno en la historia reciente de España.

Una “molestia” previsible y evitable

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