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Javier Gómez de Liaño

De errores y prevaricaciones

El intento del Gobierno vasco de exigir responsabilidades penales, por prevaricación, al titular del Juzgado Central de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional por haber dictado un par de autos que considera injustos, provoca, una vez más, la pregunta: ¿resoluciones judiciales erróneas o prevaricadoras?

Cuando una sentencia –vale para un auto y para una providencia– es injusta, en la mayoría de las ocasiones no se apoya en un propósito deliberado de resolver en aquel sentido y sí en un error o en una equivocación. Una resolución judicial es injusta porque el error determina ese resultado injusto, pero no siempre hay plena conciencia de cometer una injusticia. Téngase en cuenta que también la sentencia venal es injusta, y lo es en el grado máximo, pero no se debe calificar de errónea, porque ningún error se ha cometido al aplicar el derecho en forma inadecuada o incorrecta. El error es involuntario y cuando existe deseo de incurrir en error, entonces la erroneidad desaparece.

Ante la situación creada por el anuncio de querella contra el juez, me gustaría que se diera con las mejor de las soluciones. Estoy seguro de que, llegado el momento, los magistrados del Tribunal Supremo llamados a dilucidar la admisión de esta querella, actuarán sin prejuicios ni prevenciones y que ningún mal precedente se convertirá en excusa para el presente. En el Código Penal se define con precisión la prevaricación judicial y están claros los presupuestos del delito. Si se destierra definitivamente la excepción que sirvió para la venganza a través de una sentencia insólita y se aplica la doctrina jurisprudencial reiterada y constante hasta nuestros días, como recientemente se ha hecho –auto de 14-05-02, caso Ruiz Santamaría–, los elementos a tener en cuenta para poder tachar esas resoluciones de “injustamente prevaricadoras” son que merezcan la calificación de “flagrantes y clamorosas” , “manifiestamente contrarias a la ley”, “esperpénticas”, y que el juez haya obrado “a ciencia segura, con malicia y verdadera conciencia”, o sea “a sabiendas”.

Dicho lo cual, ¿se ha apartado el juez sujeto de la querella del cometido jurisdiccional que le encomienda la Constitución? ¿Ha aplicado las normas jurídicas relativas a la suspensión de actividades de un partido político o ha decretado la prohibición del derecho de manifestación desconociendo los métodos de interpretación aceptables? ¿Son sus autos manifiestamente contrarios a la ley? ¿Los dictó con plena conciencia de ilegalidad o arbitrariedad? ¿Puede considerarse delictiva una resolución judicial que ha asumido los argumentos expuestos sobre el particular por el Ministerio Fiscal?

Algunos podemos no estar enteramente de acuerdo con los autos pronunciados en este asunto por el juez Baltasar Garzón y discrepar de él tan respetuosa como modestamente, pero se me ocurre si quizá el quid de esas erróneas resoluciones pueda estar en no motivar con el necesario rigor, reflexión y sosiego todas y cada una de ellas. Sin embargo, aparte de otras quiebras –en las que no entro ni salgo– me parece que el paso que se propone dar el Ejecutivo de Vitoria tiene, en lo que se me alcanza, fisuras jurídicas importantes, como antes pudieron tenerlas algunos de los andados desde el propio juzgado. No es admisible suponer que un error judicial puede corregirse con otro error o dislate; al revés, un error puede engendrar más errores y ser causa de errores aún más aparatosos y mayores.

Los amantes de la ley debemos, en estos momentos, cerrar filas en nuestras propias convicciones, mantener la serenidad en nuestras cabezas. Creo que el panorama es alentador, que tal como van las cosas –a las dos últimas detenciones en Francia me remito– tenemos motivos para ser tenaces y seguir, siempre en línea recta y sin atajos, hacia delante.

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