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Uno de los criterios regeneracionistas que no se han cumplido era la reforma electoral para impedir que partidos minoritarios, nacionalistas, condicionen la política nacional, forzando su deriva hacia posiciones que la inmensa mayoría de los ciudadanos, contribuyentes y votantes, no desea. En ese sentido, el sistema democrático español vive en una continua perversión, porque la inmensa mayoría quiere a España como patria común, ámbito de libertades y una minoría diaboliza esa realidad gozosa en nombre de ensoñaciones tribales. No estamos ante un bisagrismo, como el de los liberales o los verdes alemanes, pues tales partidos bisagras no cuestionan lo fundamental. No existe bisagrismo, sino componenda, cinismo y cambalache, cuando los pactos se orientan a la destrucción de la base de la convivencia.

El PP ha dado pasos importantes de clarificación y ha roto con la estrategia del entreguismo, que desde el comienzo de la superidealizada transición, ha llevado a una tensión creciente con los nacionalistas, nunca satisfechos con nada que no sea la ruptura de la unidad nacional, para seguir vías anticuadas, periclitadas y con intensas tentaciones totalitarias. Pero no ha hecho los deberes cambiando las bases del sistema. Eso genera una dialéctica perversa, pues la unidad nacional puede mantenerse mediante mayorías absolutas, generando los inconvenientes de ese modelo, o dependiendo para la “estabilidad” nacional de minorías que pretenden, estricta y directamente, su ruptura. Esa apuesta por la convivencia, por los derechos humanos, por la fortaleza de los principios es lo que mantiene a Mayor Oreja en cabeza de la carrera sucesoria en la opinión pública, a pesar de la permanente campaña mediática, y nacionalista –los nacionalistas, al parecer, pagan muy bien– en su contra.

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