El general Gallois, uno de los grandes estrategas franceses, calificó a la primera guerra del golfo como une bonne affaire. Varias son las razones por las cuales aquella guerra fue un “buen asunto” para los americanos: Se libraron de un plumazo del síndrome de Vietnam, que atenazaba su poderío militar. Justificaron ante el pueblo norteamericano los astronómicos gastos en armamento gracias a una nueva generación de armas de asombrosa tecnología. Establecieron, por fin, bases permanentes en Oriente Medio, la reserva energética del mundo. Y enseñaron a todos los dirigentes del planeta que, caído el muro de Berlín, Estados Unidos era la irrefrenable potencia del nuevo orden mundial.
Los planes de la próxima guerra del golfo que han sido filtrados a diversos periódicos muestran que el Pentágono espera que ésta será también una guerra cómoda y feliz. Empezará con un estruendoso reguero de bombas sobre los palacios de Sadam y las zonas más leales a él, con el fin de amedrentar –Shock and awe, en la jerga del Pentágono– a sus fieles seguidores. La invasión a Irak será bifronte: un asalto con tropas aerotransportadas a los pozos de petróleo para evitar que sean destruidos. Y un gran ataque con tanques desde Kuwait, con la tarea de capturar Bagdad.
De acuerdo con estos análisis previos, las tropas no toparán con especial resistencia. Los soldados regulares de Irak apenas lucharán, al igual que en la primera guerra del golfo. Tampoco se espera que las tropas de élite de Hussein, la Guardia Republicana, peleen con demasiado vigor (“Intelligence suggests that the guard will not fight for long”). Si hay lucha, ésta será a las puertas de Bagdad. Por consiguiente, la guerra, según las cuentas del Pentágono, durará apenas un mes.
La agencia Reuters ha realizado una encuesta entre veinte expertos militares y, aunque menos optimistas que el Pentágono, sus cálculos siguen la misma línea. Nueve de los expertos piensan que la guerra concluirá en un mes, diez de ellos hablan de hasta tres meses. Un disidente opina que puede durar mucho más.
De los planes de Bagdad se sabe, obviamente, bastante menos. Seguramente, esta vez Hussein no sacará a su ejército a campo abierto sino que lo mantendrá en las ciudades. Su esperanza radica en Bagdad, un monstruoso laberinto de cinco millones de personas, donde la superioridad tecnológica americana se verá muy reducida. Allí ha colocado Sadam a los mandos más fieles, a los que saben que su suerte y su futuro están ligados a él. Sus órdenes son luchar casa por casa, y resistir ferozmente. El cálculo de los iraquíes es obvio: a) los Estados Unidos no se pueden permitir el lujo de perder muchos soldados; b) los Estados Unidos no pueden devastar una ciudad ante los ojos del mundo.
A estas alturas, la cuestión no parece ser si habrá guerra, sino cuándo será la guerra. Más les vale a los dirigentes occidentales que ésta sea otro paseo militar. Pues de ello depende su futuro político (incluso penal, para quienes han ratificado el tratado del tribunal penal internacional), y la memoria que dejen en los libros de historia.
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