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Cuando se publiquen estas líneas se habrá celebrado ya el homenaje-sorpresa de Libertad Digital a Pío Moa, al que yo no habré podido asistir, y es en parte para matar el gusanillo que las escribo. Me cuento entre las personas que debían haber estado en ese acto aunque sólo fuera por una razón: en señal de agradecimiento. Pues su obra sobre la guerra civil española, recién completada con “Los mitos de la guerra civil”, nos ha permitido a algunos deshacernos de prejuicios y sentimientos que habían crecido durante años sobre el estiércol de una gran mentira: la que nos ha contado la izquierda sobre la contienda. Y que sigue contando, ya que la guerra civil sigue presente en España, no como acontecimiento que debe estudiarse para sacar a la luz toda la verdad posible, sino como veta de escoria de utilidad propagandística y rescoldo de odios que interesa mantener encendido.

Para algunos de los que somos de la generación de Moa, la historia de la guerra ha tenido una relevancia de la que quizá hoy sea difícil hacerse idea. Nuestros padres la habían vivido siendo niños y nos transmitieron muchas impresiones de aquella época. Tal como a ellos les impresionó vivir un tiempo de intenso dramatismo, nos impresionó a sus hijos el relato de aquel, aún fresco en emociones, más impactantes si cabe porque sus experiencias no tenían nada que ver con las nuestras. La guerra fue una de las grandes narraciones de nuestra infancia y se convertiría enseguida en argumento fundacional de nuestra personalidad política.

Algunos –no tantos como ahora se dice– de los que crecimos al final del franquismo, concebimos un gran amor por la libertad y un gran odio por el régimen que nos la negaba. En aquel odio tenía un papel fundamental el pasado, pues en cuanto nos fue posible rastreamos la historia y encontramos que el franquismo se había erigido sobre una montaña de crímenes. Creímos entonces lo que nos contaban los historiadores y los militantes de izquierda. Su palabra valía más: ellos, como portavoces de los perjudicados, debían tener razón. Creímos así en una República virtuosa y bondadosa, y creímos en una derecha fascistoide que aplastó con su bota militarista aquella Arcadia democrática. Esta versión propagandística de la guerra fortaleció nuestro deseo de luchar contra la dictadura con el sentimiento de reparar los agravios del pasado. La interpretación de la guerra civil según las pautas de la izquierda fue un elemento pasional que nos empujó a algunos a las filas de la oposición militante. Y tan pertinaz es el poder de los mitos que incluso decenios después, aquella falsa historia de la guerra seguía hibernando en nuestros corazones. No conocíamos otra, tal vez no queríamos conocerla.

Empecé a leer la trilogía de Moa sobre la guerra civil en el año 2000 y la experiencia fue sísmica. Entiendo que a algunas personas les resultara insoportable. Pero de entrada yo le daba a Moa un plus de credibilidad: él venía de la izquierda, él se debía haber enfrentado a la tarea con parecidos prejuicios a los que yo tenía y había sido capaz de tirarlos a la basura cuando no correspondían a la realidad que iba descubriendo, espíritu científico y honradez intelectual que tanto les faltan a muchos que alardean de tenerlos. Además, tuve la fortuna de percibir que lo que él contaba encajaba mucho mejor con la realidad que las fábulas y tópicos al uso. Sus tesis permitían explicar por qué el franquismo duró lo que duró, por qué tuvo el apoyo social que tuvo. Entre otras cosas, buena parte de la población española se había sentido literalmente salvada por el bando nacional. Y la gran “herejía” de Moa: que el PSOE, el PCE y otros no habían defendido ni la democracia ni la República, pues su objetivo era hacer la revolución, que es cosa bien distinta de aquellas, ponía en su sitio muchas piezas sueltas. Y emergía una responsabilidad esencial de dichos partidos en el desencadenamiento de la contienda.

La actual izquierda española elude absolutamente esa responsabilidad, consciente quizá de que perdería una fuente de legitimidad que le hace mucha falta. Pero al darle la espalda a la historia, al transmitir su cuento facilón y malévolo, mantiene siempre abierto el pasado, siempre abiertas las tumbas. El proceso no puede cerrarse en tanto que una de las partes siga echando a la otra todas las culpas y no asumiendo ninguna. Moralmente es deplorable, pero también constituye un peligro: el revanchismo, el odio, enseñan los dientes en cada disputa política importante y permean la sociedad.

Moa les molesta a los detentadores del mito porque lo ha derrumbado tras haberlo compartido y conoce bien sus triquiñuelas. En cambio, nos ha hecho un favor enorme a todos cuantos estuvimos cautivos de él y también a los más jóvenes, que reciben constantemente la falacia intoxicadora. Al final, con su labor, Moa contribuye a hacer realidad aquel deseo de ajustar cuentas con el pasado. Pues sólo con la verdad podremos hacerlo, filtrar el poso de resentimiento y dejar enterrados de una vez con dignidad a todos los muertos.

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