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Alberto Míguez

Entre la mafia y los fanáticos

Sean quienes sean los autores o comanditarios del asesinato de Zoran Djindic, no cabe la mínima duda de que al primer ministro serbio lo mataron quienes forman la espesa nebulosa de fanáticos nacionalistas y mafiosos creada y desarrollada durante el mandato del genocida Slobodan Milósevic que ahora da cuenta de sus crímenes ante el Tribunal Internacional de La Haya.

Djindic fue disidente de primera hora contra la dictadura comunista de Tito, se exilió posteriormente en Alemania donde completó un doctorado en Filosofía, fue uno de los primeros adversarios del post-comunismo de Milósevic y fundó con Kustúnica (otro histórico de la disidencia anti-Milósevic) el Partido Democrático que le llevó primero a la alcaldía de Belgrado y después a la presidencia del gobierno (diciembre 2.000). Fue él precisamente quien “embarcó” a Milósevic rumbo a La Haya, una acción que probablemente pagó hace unas horas con su vida y que no contaba con el consenso generalizado de sus conciudadanos. Las raices de la violencia y de la locura fascista son muy difíciles de arrancar.

Pero la gran tarea del asesinado primer ministro serbio fue haber encaminado la transición democrática de su país hacia un modelo parlamentario, liberal y próximo a Occidente en el que la defensa de los derechos humanos se unía a la lucha contra la criminalidad organizada en mafias y bandas. Hace algunos días esas mafias atentaron ya contra él: ahora no fallaron.

Esa fue la herencia de Milósevic: un medio ambiente social favorable al fanatismo nacionalista y a la actividad mafiosa. Nacionalistas y mafiosos fueron en comandita o por su cuenta quienes apretaron el gatillo ayer, aunque probablemente no será fácil aclarar quién de verdad se hallaba detrás del tinglado criminal. El sucesor o sucesores del dirigente serbio asesinado deberán tener en cuenta esta situación si quieren resguardar su herencia política, uno de los pocos activos decentes en un país destrozado, empobrecido y desmoralizado.

Milósevic, en su celda de La Haya, debe haber sonreído al enterarse de que alguien –que seguramente conoce– hizo el trabajo que él dejó incompleto.

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