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Juan Carlos Girauta

El derribo

Pronto empezarán las operaciones de derribo del edificio institucional cuya consolidación propició el milagro español. Quieren obra nueva, la España plural; será que aún no lo es.

Desde que todas las formaciones políticas catalanas, con excepción del PP, decidieron que el estatuto de autonomía vigente ya no servía, algunas voces empezaron a advertir de los peligros de alterar el marco jurídico-político y la estabilidad institucional que permitieron, bajo la gestión de los gobiernos de Aznar, el período más largo de diferencial de crecimiento positivo respecto a Europa en la historia económica española.
 
La España estable del PP se benefició del equilibrio presupuestario, de la bajada de los tipos de interés (por encima del 11 % en 1995) y de una constante generación de empleo. La tasa de paro se redujo a la mitad y el sistema de Seguridad Social, en quiebra técnica en 1995, conoció el superávit y la constitución de un fondo de reserva. El gasto en pensiones aumentó un 50 % y las familias españolas ahorraron tres billones y medio de pesetas sólo en los primeros cuatro años de vigencia de la primera reforma fiscal. Y casi dos millones y medio de autónomos dejaron de pagar el IAE. Eso sí que eran círculos virtuosos y no los que Moratinos dibuja en el aire con el dedo.
 
Es importante comprender que todo lo anterior fue posible gracias a la estabilidad institucional y la seguridad jurídico-política. Es decir, gracias a lo que los triunfos de Maragall y Zapatero –con Ibarretxe al fondo- han venido a poner en entredicho con urgentes planes de reformas estatutarias y  constitucionales que la mayoría de los ciudadanos no consideran en absoluto prioritarios y que la vasta coalición de adversarios y enemigos del PP decidió utilizar convirtiendo lo que podía ser una justa alternancia en un indeseado cambio de régimen.
 
La economía no es un sistema lineal. Causas y efectos interactúan en una compleja red de intereses y decisiones. Es por eso, entre otras cosas, que las administraciones públicas no deben asumir ningún protagonismo, más allá de la creación y el mantenimiento de las condiciones que favorecen los libres intercambios y la defensa de la seguridad jurídica, el derecho de propiedad, el cumplimiento de los contratos y de la ley. La multiplicación de regímenes jurídicos, fiscales y de interlocución pública es un coste que la sociedad ya pagó en un proceso autonómico que parecía cerrado. Y lo pagó con la generosidad de los sectores de la sociedad española que no creían en él, lo que permitió diseñar un Estado cuya descentralización no encuentra parangón en el mundo. Al arraigar, esa nueva España alcanzó los logros que asombraron a Europa, cumplió las condiciones de convergencia que Francia y Alemania pusieron como cepo (para acabar atrapadas en él), entró en el euro y se expandió por el planeta a través de empresas con un empuje y unas dimensiones desconocidos. Nuestro nuevo peso en los foros políticos internacionales afianzaba el conjunto.
 
Ese peso, esa autoridad, es lo primero que tiró Zapatero a la basura al llegar a la Moncloa. Pronto empezarán las operaciones de derribo del edificio institucional cuya consolidación propició el milagro español. Quieren obra nueva, la España plural; será que aún no lo es. Pero la demolición puede hacer trizas el consenso constitucional, quizás irrepetible.

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