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Víctor Llano

Isquemia cerebral

Rehenes de la más brutal represión, rodeados de chivatos sin escrúpulos y, muertos de hambre, ¿quién puede criticarles que únicamente confíen en un próximo y mortal episodio de isquemia cerebral?

Fidel Castro cumplió 78 años el pasado 13 de agosto. Nació en 1926 en Birán, localidad del oriente de la Isla que 33 años más tarde convertiría en una inmensa cárcel. Después de que tres generaciones de cubanos hayan vivido bajo su tiranía, los muchos observadores que se ocupan de su tragedia coinciden en que –salvo sorpresas– no cambiará su suerte hasta que no muera su verdugo. Por tanto, a nadie puede sorprender que su estado de salud sea uno de los secretos mejor guardados por aquellos que pretenden heredarle.
 
Sin embargo, y, a pesar de que poco puede saberse con absoluta certeza, el exilio está convencido de que el tirano sufre repetidos episodios de isquemia cerebral desde 1989. Es más, según el analista Marcel Fernández Zayas, Fidel Castro fue operado de cáncer de recto en el Hospital Universitario de El Cairo. Ahmed Shafel –doctor que le operó en 1990– viajó posteriormente en cinco ocasiones a La Habana para reconocer a su importante paciente.
 
En cualquier caso, el estado de salud del Monstruo de Birán continúa siendo un misterio para las millones de víctimas que esperan un "feliz desenlace". Poco más podemos añadir sin confundir nuestros deseos con la realidad. Lo cierto es que el coma-andante lleva más de 45 años burlándose de todos los que intentan que renuncie a matar, torturar y robar. Ahora son muchos los que caen en la cuenta de que en Cuba existen más de doscientas cárceles y cien mil presos condenados sin ninguna garantía jurídica, pero se equivocan si consideran que la represión es mayor que la que ya existía en 1959. No se tortura menos que se torturó antes.
 
Hoy el régimen ha perfeccionado su capacidad para infiltrarse en los pocos grupos que se atreven a rogar pacíficamente que se respeten los derechos humanos. Pueden controlarlos sin pagar el coste político que conllevaría una represión más evidente. No obstante, cientos de pacíficos disidentes están encarcelados. Miles de presos comunes han sido procesados por intentar irse del país, por matar una vaca o por robar medicinas o algo de comida para sus hijos en una tienda de recuperación de divisas. Los apagones y la falta de transportes y de higiene empobrecen aún más la vida de una población que con sólo la robolucionaria cartilla de racionamiento no puede aspirar a otra cosa que no sea a morirse de hambre.
 
Salvo honrosas excepciones, la inmensa mayoría de los cubanos, resignados –¿qué remedio?– con su suerte, no confían en que la solución de sus problemas esté en sus manos o les pueda llegar del exterior. Sólo esperan que muera su verdugo. Los jóvenes sueñan con una lancha que les lleve a las playas de Florida y los ancianos con morirse sin sufrir mucho más por la falta de medicamentos. Cuando pasan varios días sin que Castro aparezca en las pantallas de sus viejos televisores, unos a otros se engañan con todo tipo de rumores que pronto se convierten en falsas esperanzas antes de desaparecer al comprobar con desesperación que todo fue nada y que el tirano se presenta en algún acto oficial. Nadie ha hecho jamás algo realmente útil por los cubanos víctimas de una banda de facinerosos con suerte. Nadie puede entonces reprocharles su desesperación. Rehenes de la más brutal represión, rodeados de chivatos sin escrúpulos y, muertos de hambre, ¿quién puede criticarles que únicamente confíen en un próximo y mortal episodio de isquemia cerebral?

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