Guardo el recuerdo imborrable de una Audiencia del Papa Juan Pablo II, el año 1997. Con mis manos estrechadas por las suyas y mirándonos a los ojos, hablamos brevemente. En un instante, experimenté gozosamente que estaba en presencia de un hombre de Dios, el Vicario de Cristo, el servidor de la Iglesia a la cual me siento feliz de pertenecer. Era el hombre que yo imaginaba, cuando leía y estudiaba sus encíclicas sociales, sus discursos al Cuerpo Diplomático, sus intervenciones ante las Naciones Unidas, sus homilías, sus Mensajes de la Paz…
El rico e inagotable pensamiento social, económico, político, cultural, educativo y religioso, en la Doctrina social de la Iglesia, que no se cansó de potenciar, renovar, aplicar y difundir, le ha convertido en el protagonista del siglo XX que, con más determinación, esperanza y sentido, ha peregrinado con la Iglesia y la humanidad hacia el siglo XXI. Su fuerza de voluntad y su capacidad de entrega y trabajo a la misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo; su esperanza en el hombre, creado a imagen de Dios; su fe inquebrantable en Dios Creador y en Jesucristo Redentor del hombre; su constante defensa y opción por los pobres, son ciertamente los pilares sobre los cuales levanta su enseñanza y su trabajo. En el seno de la comunidad internacional, Juan Pablo II queda en la historia como un referente moral indiscutible. Creo que no exagero al afirmar que quizá haya muerto el más grande de los líderes mundiales con credibilidad, que nos quedaba. Hoy el mundo es un poco más huérfano de liderazgo.
En la actual etapa de la humanidad, marcada por la interdependencia entre las personas y las naciones, Juan Pablo II supo interpretar este signo de los tiempos como llamada a construir la globalización de la solidaridad; y pidió a los creyentes que se esforzaran por vivir “una nueva imaginación de la caridad”, como la medida más grande de la justicia. Él nos dejó este testigo como la prueba de autenticidad de la Iglesia del siglo XXI.