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Juan Carlos Girauta

El subterfugio

Se trataba de amedrentar al director de un diario que critica libre y abiertamente el proyecto secesionista y el estilo de los independentistas.

Desconociendo que la seguridad privada es perfectamente legal en España y tiene sus límites regulados, el aguerrido diputado Puig ha calificado a los profesionales que vigilan la casa de Pedro J. Ramírez de “pistoleros a sueldo”. La expresión me ha parecido muy sugerente, y de inmediato ha desatado espontáneas asociaciones mentales. Por ejemplo, la casa tomada –que diría Cortázar–, incluyendo la piscina que manchó el apolíneo diputado, se la compró el director de El Mundo a la familia Calvo Sotelo, apellido que corre a reunirse fatalmente con la palabra “pistoleros”.
 
Si existe el eterno retorno, José Calvo Sotelo será sacado de su domicilio madrileño una y otra vez, hasta el infinito, por cuatro socialistas de “la Motorizada” de Indalecio Prieto y algunos policías y guardias de asalto. Siempre más le descerrajará dos tiros en la nuca el socialista Luis Cuenca dentro de un camión y, en una noria de pesadilla, España volverá a estallar. Pero, por fortuna, el eterno retorno no existe, se ponga Nietzsche como se ponga. Y mal que les pese a los historicistas, la historia no está determinada y los hombres son libres. Conviene no olvidarlo cuando los Puig y sus cuadrillas vuelven a poner de moda la intimidación chulesca, cuando ni el presidente del gobierno ni el del Congreso se dan por enterados de este salto cualitativo en las formas de los políticos (en las formas políticas), cuando el partido de ambos –sucursal mallorquina–, aprueba la canallada, cuando la prensa silencia o minimiza los hechos, cuando las fuerzas de seguridad presentes incumplen las órdenes de sus superiores, permiten el atropello y falsean los informes.
 
¿Y cuáles son los hechos? Mejor será precisar cuales no son: los hechos no son una protesta por un derecho de paso ni por la legalidad de una piscina, ni la reivindicación de una zona de dominio público. Todo eso es un burdo subterfugio en el que, a la vista de lo sucedido, nadie sensato debería fijar su atención en estos momentos. Un subterfugio para cometer un delito premeditado, para llevar a cabo un acto de fuerza y de intimidación enmarcado estrictamente en la lucha política. Se trataba de amedrentar al director de un diario que critica libre y abiertamente el proyecto secesionista y el estilo de los independentistas. Y se trataba, sobre todo, de enviarle un elocuente aviso al medio de comunicación que con mayor ahínco ha investigado el 11-M. A nadie se le escapa que el principal asaltante fue miembro de la comisión que creó el Parlamento para no investigar los atentados ni sus consecuencias.
 
Lo peor es que este acto de fuerza lo ha concebido y encabezado un diputado en Cortes como tal, pues en todo momento hizo valer su condición. Por todo lo anterior, los hechos de Mallorca son de una gravedad extraordinaria. No tienen que ver con supuestas preocupaciones medioambientales sino con el eterno retorno de los pistoleros. Y no precisamente de los que señala Puig, el agresor que ahora se presenta como víctima.

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