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Victor D. Hanson

Nada nuevo en las críticas a la guerra

Pero a medida que las condiciones en Irak mejoran y las comparaciones con nuestra única derrota en Vietnam suenan huecas, los críticos se irán callando.

“Os ruego que de inmediato empecemos u ofrezcamos propuestas de paz. Y en caso que no fuese posible lograr la paz ahora, acordemos un armisticio que dure un año”. ¿De qué guerra impopular se trata?

Y este pesimismo sobre las posibilidades del ejército americano, ¿también le suena conocido?: “A menos que se tome alguna acción positiva e inmediata, la esperanza de éxito no se puede justificar... tenemos que contemplar la posibilidad de la destrucción final”.

Sin embargo, el primero de estos comentarios tipo “tirar la toalla” no salió de Howard Dean o de John Murtha, sino de Horace Greeley durante el deprimente verano de 1864 y se referían a la Guerra de Secesión. La segunda cita es la sombría valoración de Douglas MacArthur poco después de que el Ejército Rojo chino cruzase el río Yalu en el otoño de 1950. Y se puede encontrar la misma desesperación en el invierno de 1776, en la ofensiva imperial alemana de marzo de 1918 o en los primeros meses de 1942 después de Pearl Harbor y la pérdida aliada de las Filipinas y Singapur.

Estados Unidos no ha peleado ninguna guerra en la que, llegado a un punto determinado, las noticias provenientes del campo de batalla no evocasen una histeria de recriminaciones tanto en casa como en el exterior.

Después de las carnicerías en Wilderness, Cold Harbor y Petersburg en 1864, la opinión ortodoxa sobre la Guerra de Secesión era que un torpe Abraham Lincoln jamás podría ganar la reelección. Su contrincante en las urnas, el General George McClellan, se pasó todo ese verano asegurando a la población norteña de que no había ninguna esperanza de conseguir una victoria militar.

En Noviembre de 1950, después de que los chinos empujasen a los americanos hacia el sur, la mayoría de expertos declararon perdida toda Corea, antes de que las inesperadas contraofensivas del General Matthew Ridgway lograsen salvar al gobierno de Seúl en la siguiente primavera.

Podemos sacar 3 lecciones históricas que son relevantes en este momento de recriminaciones sobre Irak.

Primero: la histeria surge domésticamente en casi todas nuestras guerras. Casi nos hemos olvidado de eso después de las recientes victorias, milagrosas pero atípicamente rápidas, en Panamá, la primera Guerra del Golfo, Serbia, Afganistán y el derrocamiento en 3 semanas de Sadam Hussein.

Sucesos como Thomas Paine tachando de “patriotas de ocasión” a aquellos que abandonaron a George Washington en Diciembre de 1776, ciertos americanos echándole la culpa a la Administración de Madison por la quema de la Casa Blanca por los británicos en 1814 y la acritud contra una Marina completamente cogida por sorpresa en Pearl Harbor, son más indicativos de lo que ocurre durante conflictos americanos.

Lincoln era frecuentemente caricaturizado como un mono desgarbado. Durante la histeria sobre la Guerra de Corea, George Marshall –que antes había estado al mando durante la victoria militar de la Segunda Guerra Mundial y que supervisó la ayuda para la Europa hambrienta de la posguerra– fue tachado de “testaferro de traidores” y “una mentira viviente” por el senador de Indiana William Jenner.

En este contexto, la afirmación de Howard Dean de que esta guerra actual es imposible de ganar o el alegato de John Kerry diciendo que nuestras tropas se están dedicando a aterrorizar a los iraquíes, difícilmente pueden considerarse algo original.

Segundo: tampoco hay una conexión necesaria entre ocasionales noticias terribles y el resultado final de la guerra. Las bajas casi fatales del Ejército del Potomac en 1864, los avances de los ejércitos del Kaiser en la ofensiva alemana de 1918 o la matanza de Okinawa en Mayo y Junio de 1945 precedieron todas nuestra propia victoria al poco tiempo. 

Tercero: la historia de Estados Unidos es mucho más benévola con aquellos que perseveran que con los que aducen que la victoria de su país es imposible. Hoy en día, la mayoría venera a Lincoln y a Marshall, junto con Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt y Harry Truman, que aguantaron calumnias inimaginables. Gente como el General McClellan o el senador Jenner, que de forma oportunista exageraron cuando las noticias del frente eran malas, pasaron al olvido cuando inevitablemente las cosas mejoraron.

Posiblemente, lo mismo sucederá con Irak. Las elecciones de esta semana resultarán siendo las más exitosas hasta ahora. El ejército iraquí está creciendo y mejorando. El Pentágono ya no se mortifica con la necesidad de más tropas americanas, e incluso acepta que el desarrollo de los acontecimientos en el terreno permitirá una retirada moderada.

Desde Octubre, los ataques insurgentes son cada vez menos frecuentes, según el General de División Rick Lynch, portavoz de la Fuerza Multinacional. La calle áraba habla ahora de democracia, no de Al Qaeda. En una encuesta reciente del canal ABC y la revista Time, el 71% de los iraquíes dicen que ahora les va bien en sus vidas. Las fatwas de Ayman Al-Zawahiri suenan cada vez más a desesperados chillidos.

En respuesta a todo esto, pronto veremos a los líderes sensatos del Partido Demócrata, de manera muy educada, dejando de prestar atención a los John Murtha y a las Nancy Pelosi. Se puede contar con que esa errática víbora llamada Howard Dean deje, discreta pero prematuramente, la presidencia del Partido Demócrata. Los perennes pájaros de mal agüero, como John Kerry, que ven nuestros esfuerzos a través del prisma de Vietnam, no volverán a ser nominados para la presidencia.

En la derecha, tanto los realistas como los aislacionistas irán quedándose calladitos. El “neoconservadurismo” dejará de estar acompañado de ofensas antisemitas y nuevamente representará la ruptura humanista con el pasado que finalmente le dio a Oriente Medio una alternativa democrática, distinta a la autocracia o la teocracia.

Algunos americanos no pueden ver nada de esto aún ya que siguen en su propio verano de 1864. Pero a medida que las condiciones en Irak mejoran y las comparaciones con nuestra única derrota en Vietnam suenan huecas, los críticos se irán callando. Y los astutos observadores desde la barrera, como Hillary Clinton, comenzarán a sacar pecho, en lugar de mostrar ambivalencia, por haber votado a favor del derrocamiento de Sadam.

El juego de las recriminaciones no es algo inusual para el impaciente frente doméstico durante las guerras americanas; muy pronto lo daremos por olvidado cuando llegue la victoria final. Irak no es, ni será, la excepción.

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