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Antonio Robles

La ilusión de la unanimidad

La llegada de un extraño es infinitamente beneficiosa para el grupo, pues permite resquebrajar una ilusión de unanimidad de la que todos los integrantes son víctimas.

Es una pequeña joya cinematográfica. K-PAX pasó la primavera del 2001 por nuestras pantallas sin pena ni gloria, dejándonos, eso si, ese regusto característico de la utopía clásica. El planteamiento es simple: en el bullicio del vestíbulo de una gran estación ferroviaria aparece Prot, un hombre que asegura provenir de un lejano planeta denominado K-pax. Ingresado en un psiquiátrico, la mirada lúcida y totalmente exenta de prejuicios del supuesto extraterrestre nos permite observarnos con los ojos de un extraño.

Unos años antes, Eliseo Subiela se valía del mismo recurso en la magistral Un hombre mirando al sudoeste, que pasó todavía más fugazmente por nuestras carteleras en 1986. La historia arranca en un manicomio de Buenos Aires donde arriba Rantés, un joven que dice provenir de otro planeta. Carente de pasado y de cualquier documento que proporcionara algún indicio sobre su identidad, es finalmente aceptado en la institución.

La mirada de Rantés, como la de Prot, se sitúa en la distancia de quien se enfrenta a una situación sin juicios preestablecidos, intenciones maliciosas, hábitos cognoscitivos o perspectivas ideológicas. Se enfrentan a las incongruencias y arbitrariedades de nuestro mundo armados con la sola razón.

Parece que es imprescindible provenir de fuera del grupo para percibir la globalidad, que hay que mirar desde fuera para ver el conjunto y apercibirse de sus contradicciones internas. Y es porque la pertenencia al grupo lleva consigo una serie de implícitos que dificultan enormemente la disidencia. La psicología ha descrito ampliamente los impedimentos a los que se enfrenta el individuo para ser crítico dentro de su grupo de referencia. Es la ilusión de la unanimidad. Es un sentimiento que te lleva a adherirte de manera irreflexiva, fanática, a aquellos dogmas que el grupo considera como intocables, mientras que, para tranquilizar tu conciencia ilustrada, te empeñas en desarrollar infinitas disidencias de matiz absolutamente prescindibles. Cualquiera que haya presenciado un debate político en la televisión pública catalana sabe de qué estoy hablando.

Quien no ha perteneciendo al clan, está fuera del campo gravitorio de las unanimidades dogmáticas de grupo. Su prestigio no depende de la asunción acrítica de tales dogmas. Para él, la discrepancia no conlleva ninguna pérdida emocional o jerárquica, la crítica no representa un coste social. Por eso, la llegada de un extraño es infinitamente beneficiosa para el grupo, pues permite resquebrajar una ilusión de unanimidad de la que todos los integrantes son víctimas. La llegada de un extraño aporta una dosis insospechada de pensamiento propio y, en definitiva, de libertad. La contribución no ha de ser necesariamente mejor; no está en la certeza la bondad del aporte, sino en el aire fresco, distinto que trae.

No se pueden imaginar hasta qué punto la entrada de Ciutadans en el hemiciclo del Parlamento de Cataluña ha rejuvenecido los entumecidos tics del nacionalismo. Era tanta su fijación identitaria y tan escasa su capacidad para salirse de los lugares comunes llenos de obsesiones nacionalistas, que nuestra naturalidad la confunden con excentricidades que habrán de soportar por aquello de la democracia.

Cataluña necesita políticos que sean capaces de pensar desde fuera de ese planeta en el que el nacionalismo lo inunda todo. Políticos que sean capaces de asegurar que "en k-pax las cosas funcionan de otro modo", que al margen del nacionalismo hay otros modelos posibles. Por eso es importante que Ciudadanos entre también en los ayuntamientos.

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