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Antonio Robles

La derrota de la razón

Si en vez de razonar hubiéramos convertido la reivindicación en un rezo, puede que estos curas laicos de la izquierda relativista a conveniencia nos hubieran tomado en serio.

No sé en qué momento se instaló la impunidad entre nosotros. Un buen día, la coherencia entre la ideología y su representación se convirtió en plastilina. Ya no era preciso sujetarse al principio de no contradicción. Ahora el principio lo imponía la marca ideológica.

Tantos años de ateismo ilustrado, mofas y rechazos descarnados contra curas y crucifijos, y ahora de golpe... tolerancia reverencial por creencias parecidas, aunque ajenas. La contradicción no nació con Zapatero, sólo se ha institucionalizado con él. La intolerancia con que la izquierda progre trató y trata a obispos y campanarios se torna en diálogo de civilizaciones cuando se cruzan con el islam. Esa distancia entre la quema de iglesias de antaño y la pleitesía otorgada hoy a todo tipo de creencias la ha recorrido el PSOE y sus arrabales históricos sin dejar de ostentar ni por un instante el monopolio de la razón ilustrada y el laicismo de Estado. Bailes regionales, trajes típicos, leyendas medievales, lenguas propias, fiestas nacionales, naciones inventadas, inventos virtuales, virtudes propias que se tornan en vicios si son ajenas, santo respeto por alimentos prohibidos en comedores escolares y aviones de lujo; el imperio de la creencia llevado a su máximo esplendor y respeto. Tres siglos de Ilustración convertidos en cartón piedra por políticos rojos y ateos de pacotilla.

El siglo de las luces, aquel mito de la razón costosamente creado por lo mejor de la inteligencia y de la dignidad humanas, es ya un cascarón vacío en consignas y proclamas de la izquierda. Su brillo sólo es cáscara para poder seguir creyendo, aunque el objeto de la creencia sea ahora "el derecho a decidir", el derecho a decidir cualquier cosa siempre que no sea inspirada por la razón universal o la igualdad ante la ley. Lo que importa es tener una creencia, exigir su respeto, a menudo confrontado y contradictorio con las leyes constitucionales que fundamentan la igualdad de todos los españoles ante la ley.

Tiene razón Arcadi Espada cuando dice con cínica resignación que el error de quienes hemos reivindicado la igualdad de derechos lingüísticos a través de la razón reside en haberlo exigido bajo las reglas laicas del Estado de Derecho fundamentadas en la razón ilustrada. Si en vez de razonar hubiéramos convertido la reivindicación en un rezo, puede que estos curas laicos de la izquierda relativista a conveniencia nos hubieran tomado en serio.

Nosotros tan aseados, exquisitos espadachines de la razón, nos hemos empeñado en repetir el mismo error de Marx en nuestro empeño por sacar de la alienación a quienes pacen distraídos, ajenos a la suerte que nosotros consideramos esclava. Y huimos del lerrouxismo, del vaho reconfortante de España, de la creencia instintiva en el destino. Era un pasaporte seguro para unirse a la estupidez general, pero deseábamos salir del aquelarre histórico de una España negra, recuperar el espíritu de 1812, regirnos por reglas y leyes constitucionales. Graso error para tiempos mágicos. Es seguro que con esta tropa de gobernantes ociosos, vagos y vacíos, usurpadores de una herencia ilustrada de contraportada, el camino sería excitar el espíritu del pueblo, el ser eterno de la nación española, agitar banderas y exigir respeto a la lengua como se exige el respecto a la madre. El incendio de los corazones pronto devastaría el territorio de otras creencias. Y creceríamos. Pero la ocurrencia religiosa entraría en confrontación con las demás y la guerra estaría servida.

Pasarán. A menudo la desesperación del fracaso continuado nos invita a tomar el atajo más corto. Provechosa decisión para quien quiere llegar, pero insensata para quien quiere permanecer. Franco ganó la guerra civil en tres años y la estuvo perdiendo los 40 siguientes. Resistirse a la fiebre estúpida de la creencia puede que no nos reporte poder ni el respeto debido, pero hemos conseguido respetarnos a nosotros mismos. Como la indolente sensación de fracaso de Arcadi, sólo el cinismo le salva, nos salva, de la derrota del pensamiento.

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