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José Vilas Nogueira

Juzgando se entiende la gente

La inmisión del poder político en el reclutamiento y promoción de los jueces es escandalosa. El acceso a la carrera judicial de "juristas de reconocido prestigio" ha abierto una puerta expedita al caciquismo político.

"Hablando se entiende la gente", dijo desenfadada y cordialmente el Rey al despedir hace pocos años al republicano y separatista Carod-Rovira. Su Majestad es el sucesor, a título de Rey, del General Franco en la Jefatura del Estado. Ahora, el "vengador" juez Garzón pretende enmendarle la plana. No es cosa de hablar, sino de juzgar. Y ha dictado un disparatado auto judicial en el que, en base a algunas citas de historiadores, atribuye una voluntad genocida a los sublevados en 1936 contra la República. Por tanto, a diferencia de los crímenes rojos que, a falta de esa "voluntad", habrían prescrito, los crímenes azules seguirían siendo perseguibles y deberían ser perseguidos.

Naturalmente, con el desembarazo que lo caracteriza, Garzón se ha atribuido la competencia para tan "noble" tarea y, de paso, ha afeado la incuria de los sucesivos Parlamentos y Gobiernos de los últimos treinta años, que no han instado tan justiciera tarea (curioso reproche, pues le afectaría también a él mismo, ya que lleva veinte años como juez instructor de la Audiencia Nacional). Como era de esperar, la iniciativa de este singular juez ha sido saludada por muchos miembros de la secta progresocialista y por no pocos de aquellos cuyas convicciones se orientan siempre por el viento del poder (prosoviéticos con Largo Caballero y Negrín, franquistas con Franco, antifranquistas con Felipe y Zapatero, etc.). Pero ¿el caso Garzón es sólo un desgraciado accidente o tiene causas sistémicas? Veámoslo.

En el sistema del "muerto" Montesquieu (Guerra dixit) los jueces eran independientes del Ejecutivo, pero estaban limitados por las leyes (eran sólo la boca que pronuncia la ley). Por tanto, aunque conformasen un poder del Estado, podían ser de extracción corporativa, sin riesgo de despotismo. Este es el sistema tradicional español, defendido incluso por la llamada izquierda burguesa (Cf. las abundantes intervenciones parlamentarias de don Santiago Casares Quiroga, como ministro de la Gobernación en la primera legislatura de la II República, sobre las calamidades del funcionamiento del jurado).

Pero en la medida en que la llamada democracia contemporánea arruina el prudente equilibrio del Estado liberal y en que parecidas influencias dan lugar a las teorías de la creación judicial del Derecho y de su uso alternativo pierde sentido la extracción y funcionamiento corporativo de los jueces. Para recuperar el equilibrio ha sido preciso reconfigurar la relación entre los tres poderes del Estado. En general, se ha acudido a democratizar la designación de los jueces, mediante su elección popular y, conjunta o alternativamente, a establecer tribunales mixtos, en los que el pronunciamiento de las sentencias se atribuye a jurados populares, limitando la función de los jueces profesionales a la dirección del juicio y a la especificación de las consecuencias jurídicas de la sentencia.

Por desgracia, en España hemos concitar lo peor de todos los sistemas posibles. La inmisión del poder político en el reclutamiento y promoción de los jueces es escandalosa. El acceso a la carrera judicial de "juristas de reconocido prestigio" ha abierto una puerta expedita al caciquismo político. No digamos la participación de los parlamentos en la designación de miembros de los altos tribunales. Las mayorías cualificadas exigidas para ello, de hecho, han dado paso a un sistema de cuotas (nosotros ponemos tres, vosotros dos y ellos que pongan uno), estigmatizando para toda su carrera a los beneficiarios (jueces conservadores, jueces progresistas, jueces nacionalistas). La burla de la incompatibilidad entre la función judicial y los cargos políticos en un juego de trileros (ves este carnet de partido, ahora no lo ves...), en la que el propio Garzón tiene alguna experiencia; la sindicación de los jueces, mediante el fácil expediente de llamar "asociaciones" a sus sindicatos; y, para colmo, la creación de la Audiencia Nacional, un tribunal de excepción apenas disimulado.

¿Cómo un régimen democrático (teóricamente, al menos) puede tolerar que un juez sin otra legitimación que la corporativa pueda poner en solfa toda su arquitectura institucional? ¿Qué haríamos si otro juez pretendiese ahora anular la Ley de Reforma Política y todas sus derivaciones posteriores? "Hablando se entiende la gente", diría el sucesor, a título de Rey, del General Franco en la Jefatura del Estado. "Juzgando" porfía el Juez Garzón. ¿Y ustedes qué creen?

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