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Antonio Robles

Montilla contra Montesquieu

Hoy Cataluña es un inmenso espacio líquido donde el catalanismo no percibe sus propias extravagancias, como no percibe el pez su propia humedad, porque ella, la humedad, forma parte de su naturaleza.

En un artículo infame, más propio de un aventurero político que de un político democrático, acaba José Montilla de negarle a los Tribunales su capacidad para dictar sentencias: "No hay sentencia que pueda juzgar los sentimientos de los ciudadanos de Catalunya...". En ese arrebato populista acaba de arruinar la separación de poderes. Categóricamente despoja al TC la capacidad que le otorga nuestro Estado de Derecho y su ordenamiento jurídico de juzgar la adecuación o no de una ley, a la Constitución. ¿Quién es él para determinar cuándo y cómo puede el poder judicial fallar una sentencia? Y no contento con inmiscuirse en las competencias del Poder Judicial, insidiosamente cuestiona la honorabilidad de los magistrados del Tribunal Constitucional atribuyéndoles intenciones políticas partidistas. Sin cortarse un pelo insinúa que, haciendo dejadez de sus funciones jurídicas, se apropian del poder de la Carta Magna para arrebatar competencias a Cataluña: "No hay tampoco Tribunal que pueda apropiarse de la Constitución amputando las posibilidades de interpretar su espíritu y su letra, sus logros, su ambición, su riqueza e incluso los modelos de convivencia, sociales, culturales y lingüísticos, que ha hecho posible hasta hoy".

Sus juicios de valor no reparan en que es precisamente competencia de ese Tribunal disponer del ordenamiento constitucional para juzgar lo que no cabe en él. Entre otras cosas, todos aquellos modelos articulados en el Estatuto que él considera intocables y que son, precisamente, los que están sub judice. E insiste en la difamación: Si aquellos que deberían interpretarla devienen tercera cámara legislativa y actúan como árbitros parciales (...)". Menos mal que asegura que hay que cumplir las leyes y respetar las instituciones...

La insurrección contra la separación de poderes, además, está llena de barbaridades jurídicas. Como ese alegato contra el derecho a juzgar los sentimientos de Cataluña. ¿Desde cuándo un Tribunal juzga sentimientos? ¿Habrá que explicarle a nuestro presidente que un Tribunal juzga hechos y no juicios de intenciones, gustos gastronómicos o sentimientos identitarios? Y si los pudiera juzgar, ¿quién es él y cuál es su fórmula para saber cuáles son los sentimientos de Cataluña?

El artículo del Sr. Montilla es un completo disparate de la primera a la última línea, pero ni él ni el catalanismo sienten el menor rubor democrático ni temor político para sostenerlo. Los diferentes gobiernos del Estado han hecho dejación de sus funciones por mezquinos intereses de mayorías parlamentarias. La consecuencia ha sido el crecimiento de un espacio de impunidad en el que nadie de sus moradores siente estar obligado a ser escrupulosamente respetuoso con la legalidad constitucional. Las aspiraciones soberanistas y las emociones nacionales basadas en el victimismo histórico les sirven de coartada legitimadora por encima de las reglas democráticas sancionadas por nuestra Constitución. Basta llamar a arrebato en nombre de la "dignidad de Cataluña" para permitirse cualquier exceso. Hoy Cataluña es un inmenso espacio líquido donde el catalanismo no percibe sus propias extravagancias, como no percibe el pez su propia humedad, porque ella, la humedad, forma parte de su naturaleza. Por eso, el presidente de todos los catalanes se ha vuelto a dirigir a través de una carta a diversidades entidades para que presionen al TC, como la que dio lugar hace semanas al editorial conjunto de doce diarios bajo el nombre de Por la identidad de Cataluña.

Su irresponsabilidad como presidente de todos los catalanes y sus contradicciones las hizo patentes desde el inicio del artículo: "Defender la ley y la voluntad de la ciudadanía es un deber básico de toda acción política democrática. Lo es, evidentemente, para el presidente de Cataluña. Defender el Estatuto de Cataluña es defender la ley. Y es, al mismo tiempo, defender la voluntad democrática de la ciudadanía".

Comete dos errores por pretender indisponer determinadas instituciones y disposiciones judiciales a las decisiones de la ciudadanía: el primero, si defiendes la ley, ya queda defendida la voluntad democrática de la ciudadanía. No hay contradicción. Siempre que defiendes la ley, defiendes la voluntad de la ciudadanía, pero no siempre que defiendes determinadas voluntades de determinada ciudadanía, defiendes la ley. Por ejemplo, las consultas populares para la independencia de Cataluña no son legales.

Detrás de esa pasión por identificar Ley y voluntad ciudadana está la de anteponer las decisiones políticas que aprobaron el Estatuto al control judicial del Tribunal Constitucional.

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