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Cristina Losada

Enrique Curiel

Dejé de verle hace años y no sé cómo digería el desentierro de odios cainitas sobrevenido del PSOE. Ahí le relegaron, como si quisieran imponerle penitencia. En cierto modo, esa es la suerte que ha corrido una generación política cuyo legado se esfuma.

Ahora que abundan las invenciones de un pasado antifranquista, ha muerto uno de los que sí lo tenían. Más aún, Enrique Curiel, Petí para los amigos –era hijo de un catedrático de Instituto de Lengua francesa– era representativo de una generación que prácticamente ha sido borrada, como él lo fue desde su ingreso en el PSOE, de las primeras filas de la política. Perteneció con honores al grupo minoritario, pero activo y visible, que llevó las riendas de la izquierda en las postrimerías del franquismo. Lo hizo desde el PCE, que entonces era "el partido" por antonomasia, y que tras años de fracasos, apostaba por la "reconciliación nacional" y suavizaba sus asperezas soviéticas con el ungüento eurocomunista. Baste decir, para hacerse idea del perfil del resto de la peña, que al PCE se le consideraba derechista.

Del entusiasmo de Curiel en la "lucha contra la dictadura", hoy reducida a triviales carreras delante de los grises y brindis con champán, tengo referencias directas. A él le debo, a saber si para bien o para mal, el paso que siempre desaconsejaban padres y abuelas: meterse en política. Le conocí a finales de los sesenta en una playa viguesa y enseguida me trajo libros –el inevitable Tuñón de Lara–, revistas clandestinas como Ruedo Ibérico y ejemplares de Mundo Obrero, que, luego, en un momento de pánico, sometí al fuego. A instancias suyas, realicé mi primera tirada de panfletos: en el Instituto y temblando. Mientras hizo la mili, me venía a buscar después de clase en su "escarabajo" blanco, seguro que para envidia de las otras niñas. Sus relatos de las revueltas universitarias en Políticas me impresionaron y me decidieron a estudiar en Madrid. Fue su novia de entonces, Emilia, quien me reservó plaza en la facultad. Combatir la dictadura y vivir aventuras arriesgadas eran, en la época, una y la misma cosa.

El riesgo, desde luego, era palpable. No se militaba en partidos clandestinos o semiclandestinos, como pronto sería el caso del PCE, pensando en un cómodo futuro en la poltrona. Traslucía una dignidad cívica que se ha perdido en los meandros del tiempo, desplazada por afanes inconfesables. Curiel añadía a ese rasgo un gran coraje, que le hacía descollar como líder en instantes difíciles. Parecía inmune al miedo. Incluso cuando le dispararon durante una manifestación, en 1976, mantuvo el tipo y no hizo, que yo sepa, gala de ello como tampoco de las muchas detenciones que sufrió. No necesitaba fabricarse un pasado. Dejé de verle hace años y no sé cómo digería el desentierro de odios cainitas y el antifranquismo sobrevenido del PSOE. Ahí le relegaron, como si quisieran imponerle penitencia. En cierto modo, esa es la suerte que ha corrido una generación política cuyo legado –quizá sólo un modelo de conducta personal– se esfuma al tiempo que, para mayor burla, es sometido a saqueo.

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