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Antonio Robles

La memoria borrada

Partidos, sindicatos, organizaciones civiles, todas las cúpulas dirigentes y todos los poderes institucionales y mediáticos, estaban implicados. El presupuesto público de la Generalidad engrasaba toda esa maquinaria nacional.

Se puede decir sin lugar a equivocarse que la satanización llevada a cabo en 1981 contra el "Manifiesto de los 2.300" marca el inicio de la hegemonía de la cultura racista del catalanismo a costa de la derrota de la cultura constitucional española en Cataluña. Sella esa deriva el 24 de junio de 1981 la creación de la "Crida a la Solidaritat en Defensa de la Llengua, la Cultura i la Nació Catalanes", como reacción al manifiesto, en el Camp Nou. Al grito de "Som una nació" mostraron su desprecio por lo que no estaban dispuestos a compartir. Desde entonces sabemos que su "nació" sirve para justificar la exclusión.

Han pasado 30 años, se necesitarán 30 más para desenmascarar esta falsa normalización lingüística y mostrarla tal como es: una verdadera omertá justificada por la complicidad y el miedo de una sociedad timorata. En Cataluña hoy se excluye a sus ciudadanos no sólo porque su élite política se comporte como la mafia, sino porque hay demasiados ciudadanos corrientes que son unos cobardes.

Cuando en marzo de 1981 se desaten todos los demonios familiares contra los firmantes del "Manifesto por la igualdad de los derechos lingüísticos de Cataluña", la técnica de estigmatizar al disidente ya estaba muy experimentada, pero sobre todo, los acosadores estaban decididos a que esta vez no hubiera réplica, y si la hubiere, aplastarla, eliminarla, como fuere, incluso violentamente. El debate democrático sobre los derechos lingüísticos sostenido dos años antes a propósito del libro de Jiménez Losantos, "Lo que queda de España", no volverían a permitirlo y mucho menos, que se convirtiera en el centro de un debate social. No podían, porque en el debate democrático de ideas perderían. El fin: la exclusión del castellano de las instituciones para imponer al catalán como única lengua oficial era inconfesable, como inconfesable era el fundamento que lo sostenía: la construcción nacional. Antes lo negaban, hoy alardean de ello. Reparen en la eficacia del acoso de tantos años de catalanismo.

La superioridad moral con que actuaban para impedir el debate libre de ideas (de ahí la aversión al manifiesto), se asentaba en una distorsión histórica maniquea, más propia de grupos sectarios que de sociedades adultas y democráticas. Pero muy eficaz para sus intereses nacionalistas. Aunque parezca mentira, en esta dicotomía simplista y maniquea han basado su superioridad moral. Por entonces,

  • La defensa del catalán, era igual a democracia, progresismo y libertad y estos a catalanismo, nacionalismo y Cataluña.
  • Mientras que la Defensa del castellano, era igual a dictadura, franquismo, españolismo y ultraderecha, y estos, a España.

En la conciencia pública, el franquismo se vinculaba con la negación de la democracia y el rechazo a la autonomía y la libertad lingüística. Cosa evidente. Lo que no era evidente, pero se alimentaba desde el catalanismo, era la identificación del franquismo con España. Eso lo construyeron. Lo construyeron en este tiempo. Por el contrario, Cataluña en su lucha contra la dictadura y a favor de la libertad y el bilingüismo, se convirtió en símbolo de democracia y defensora de la libertad lingüística. Por ende, España y su lengua común eran indefendibles. Y oponerse ahora a la normalización lingüística o a sus abusos, significaba oponerse a la democracia y a la libertad. Una simplificación tramposa que les serviría de ahora en adelante para enmascarar la exclusión lingüística y cultural castellanohablantes.

"El manifiesto de los 2.300", que así acabará siendo reconocido, exponía los temores de la población castellanohablante a ser marginada y convertida en ciudadanos de segunda al comprobar cómo cada día, su idioma era excluido del uso público y oficial con el propósito de convertir al catalán en el único idioma oficial de Cataluña. Frente a la exclusión, proponía libertad, respeto, tolerancia y cooficialidad dentro de un proyecto democrático, común y solidario. La carga contra sus firmantes fue brutal. En "La ciudad que fue", Federico Jiménez Losantos recoge el linchamiento mediático y político con detalle. Inútil resumirlo aquí. Por el contrario, quiero resaltar la raíz totalitaria del catalanismo, que con el andar del tiempo y la recuperación de la memoria de aquellos acontecimientos tendemos a olvidar. No me refiero solo al acoso y estigmatización de aquel manifiesto, sino a la posterior voluntad de borrarlo de la historia como si nunca hubiera existido. Uno que vivió aquellos acontecimientos antes, durante y después a pie de obra, vio como a mediados de los años ochenta ya nadie recordaba su existencia. Los más se habían ido y los pocos que quedaron habían asumido su muerte social. Mientras tanto, se llevaba a cabo una limpieza lingüística generalizada del callejero, de las señales de tráfico, de la documentación institucional, de la escuela.., y se forzó el traslado al resto de España de más de 14.000 maestros castellanohablantes. Con ellos se fueron los que por entonces estaban más sensibilizados para oponerse y resistir.

La sociedad civil no fue ni quiso ser consciente. Pujol le facilitó escudarse en la buena conciencia con una mezcla de victimismo, recuperación de derechos culturales históricos y el engaño del bilingüismo. Todo progresivo y por sectores para evitar el rechazo general. Quienes, aún así, se resistieron fueron perseguidos con saña hasta expulsarlos de la vida social, con la connivencia de los medios de comunicación. Un manto de silencio y complicidades lo cubrió todo. A medida que la década avanzaba hacia los noventa, nadie sabía, nadie se atrevía, todo era oasis. Al fin y al cabo, ¿alguien se podía imaginar a principios de los años ochenta que la lengua oficial de un Estado democrático europeo, sería relegada de las instituciones en una de sus comunidades y excluida como lengua de enseñanza..?

Con la entrada de los noventa, el silencio formaba parte de la sumisión. Atreverse a cuestionarlo era tarea de titanes, tanto por las dificultades para desenmascarar lo que ocultaba, como por la imposibilidad extrema para erosionar la red de complicidades e intereses tejidos por todas las fuerzas catalanistas en el poder. Partidos, sindicatos, organizaciones civiles, todas las cúpulas dirigentes y todos los poderes institucionales y mediáticos, estaban implicados. El presupuesto público de la Generalidad engrasaba toda esa maquinaria nacional.

Reparar en la dimensión real de esa atmósfera asfixiante, nos puede ayudar a intuir el abuso histórico que el nacionalismo hizo con la sociedad civil castellanohablante en los años ochenta y noventa. A pesar de los intentos de rebelión que se dieron, se ocultaron por sistema. (No es lugar, ni el 30º aniversario es cita para ensayos, pero se hará). De hecho, incluso para quienes nunca aceptamos la sumisión, nos fue extremadamente difícil tener información de esos focos de rebelión. Por eso, cuando a finales de los ochenta, principios de los noventa, al quemar las naves para romper ese silencio, los implicados desconocíamos buena parte de una resistencia que no logró nunca salir de la clandestinidad. O para decirlo con crudeza, los esfuerzos de tantas personas anónimas, no existieron nunca, pues el control del nacionalismo no les dejó estar en los medios. Para vergüenza de la democracia recién estrenada, la censura franquista no había sido más eficaz que lo era ahora la censura catalanista. Al menos contra la primera estábamos prevenidos, contra el acoso victimista del catalanismo, no. El riesgo de oponerte a la primera, otorgó en su momento prestigio social, hacerlo contra la segunda, te acarreaba exclusión y estigma. Sólo quedaba la cooperación y el silencio, siempre la censura. El manifiesto y sus firmantes habían pasado al olvido, no habían existido nunca. Fui consciente de ello cuando a principios de los años 90 reuní a un centenar de personas para embarcarles en la resistencia al nacionalismo que un grupo muy reducido habíamos iniciado en torno al "Colectivo Azahara". Les leí el primer borrador de lo que sería meses después el manifiesto "En castellano también, por favor". Todos mostraron su entusiasmo al sentir expresados en palabras los miserables silencios soportados en la intimidad de cada uno. Para mi sorpresa vivieron aquel borrador como si antes nunca nadie lo hubiera expresado. Cuando les hice mención del Manifiesto de los 2.300, nadie lo conocía, ni tenían referencia alguna del secuestro y tiro a Federico Jiménez Losantos. A excepción del rastro borroso en la melancolía de media docena de dirigentes de la Cervantina, todo había desaparecido. Una nueva generación de resistentes habría de nacer de aquella memoria borrada, pero para algunos de nosotros, aquellas ideas del lejano 1981 ya lo habían dicho todo.

Hoy nos puede parecer extraña esa memoria robada, aunque nos debería resultar mucho más lamentable que hubiera tanta gente dispuesta a simular que no existía.

En reconocimiento a la inteligencia de quienes intuyeron el mal y lo nombraron.

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